Desperté sin tener ni idea de donde estaba. Era algún lugar fresco y oscuro. Tosí. Me dolían el cuello y la espalda, por una mala postura. Mis ojos, eso sí, estaban descansados.
–Parece ser que nos hemos quedado dormidos y hemos llegado hasta las cocheras –me informó una voz femenina desde mi derecha, antes de que yo empezase a formular una hipótesis propia que explicase satisfactoriamente los extraños estímulos que me rodeaban.
La luz estaba apagada y tardé un rato en acostumbrar mi visión a la penumbra. Al cabo de tres o cuatro segundos mis pupilas se abrieron lo suficiente y ahí estaba ella. De pie, frente a una de las puertas, intentando accionar el mecanismo de apertura de emergencia.
–No funciona –dijo, mirándome de reojo y volviéndose hacia la puerta–. Parece que estamos encerrados –hablaba en un tono distante y firme que transmitía algo de seguridad, pero cada vez menos–. Y la alarma está desarmada. No suena –añadió, finalmente, al tiempo que pulsaba repetida y nerviosamente otra palanquita, al lado de la anterior.
–Pero… ¿qué…? –no supe como continuar la pregunta.
–¡Joder! ¡Vaya situación!
–Sí. Eso es exactamente lo que iba a decir yo.
–Tiene que haber una forma de salir. Si hubiera cobertura de teléfono podríamos llamar a emergencias –miró su teléfono móvil–. Pero no. No la hay. Vaya mierda, vaya mierda y vaya mierda. ¿Cómo es posible que no nos haya visto nadie; que nos hayan dejado aquí encerrados? –Hablaba muy deprisa. Supongo que a ella yo le daba tanto miedo como el resto de la situación y, por eso, intentaba mantener el espacio que había entre los dos obstruído por un muro de abundante y aséptica información.
–¿Qué hora es? –Podía haberla mirado en el móvil, pero el caso es que me salió preguntar. Supongo que buscaba cierta bidireccionalidad en esa comunicación, cosa que ella no apreciaba demasiado en aquel momento.
–Joder. Tenía que estar dando clase ahora –dijo, a modo de respuesta.
–¿Das clases?
–Sí... o no. ¿A ti que te importa?
–Perdón. Es que yo… también. También doy clases. Soy profesor particular. Entre otras cosas.
–Me estás tomando el pelo.
–No. De verdad que no. A las cuatro tengo una. Y a las seis otra.
–Pues muy bien –hizo una pausa bastante larga antes de continuar–. Te informo de que no llegas. Son las seis de la tarde ahora mismo.
–¿Qué? –más que preguntar, exclamé.
–Joder. Esto es una locura. ¿Cómo es posible que me haya pasado esto?
–Las seis de la tarde –repetí. Estaba mirando el reloj del móvil: efectivamente, era esa hora– ¿Cuánto rato llevas tú despierta? ¿Por qué no me has despertado?
–Joder. ¿Cómo ha podido pasar algo así?
–Y encima, a los dos –añadí. Ella apretó los labios y se sumió en un silencio nervioso mientras volvía a repetir la operación de la palanca en la puerta del otro lado del vagón.
–Y encima, a los dos –dijo al final, con voz ahogada.
–Yo no voy a hacer nada, si eso es lo que te preocupa.
–Ya.
–Mira. Vamos a centrarnos en salir de aquí, ¿vale? –miré a un lado y al otro. Era uno de los convoyes modernos: una oruga de cinco o seis vagones unidos–. Yo empiezo por las puertas de la cabeza del tren y tú sigues por este lado hasta el final.
–Ya he probado con todas las puertas. Llevo media hora despierta. No se abre ninguna. He terminado por aquí, por el principio, porque no quería que me oyeras y te despertases.
–¿No querías despertarme…?
–No. Bastante problema tenía ya con estar encerrada en un tren para encima estar encerrada en un tren con un hombre.
–Lo entiendo –en serio: lo entendía.
Me puse a comprobar por mi cuenta como, efectivamente, no se abría ninguna de las puertas de ninguno de los vagones. Eso me llevó unos diez minutos. Ella, mientras, se paseaba nerviosamente de un lado al otro. Al cabo de un rato hurgó en su bolso y sacó un paraguas con el que empezó a golpear uno de los ventanales de forma casi maniática.
–Con eso no lo vas a romper.
–No me digas –contestó, sosteniendo en su brazo derecho el amasijo de varillas y tela al que había quedado reducido su paraguas. Me miraba como si hubiese dicho una inconveniencia grandísima. Era menuda y delgada, pero estaba muy erguida, casi de puntillas, y había cierta fiereza animal en la tensión con la que aguardaba a que yo dijera –si me atrevía– algo más. Me sentía físicamente intimidado. Era aún mas guapa que la primera versión que vi de ella, esa chica que no pude evitar mirar de reojo en un vagón de metro. Su cara eran pómulos altos, ojos muy grandes y, después, lo demás. Tenía las mejillas sonrojadas y el flequillo le caía recto y negro sobre una mirada verde e intensa. Aparté la mirada de golpe. No me quería pelear con esos ojos.
–Eres un hombre. Aplica tú la fuerza bruta –dijo.
–Eso es machista.
–Vete a la mierda
–Supongo que ese paraguas era el objeto más contundente que teníamos.
–Sí.
Cogí impulso y me abalancé contra una de las puertas laterales. Ésta no cedió ni un milímetro, pero, pese a ello, repetí la operación otras tres veces. A la cuarta tenía todo el costado dolorido.
–Quizá, si tú accionas la palanca de apertura de emergencia al tiempo que yo embisto la puerta, se abre –dije.
–De acuerdo.
Probamos así, pero lo único que conseguí fue lastimarme un hombro.
Llegamos a la conclusión de que no se podía salir de ahí mientras el tren estuviera parado y desconectado del suministro eléctrico. Tendríamos que esperar a que volviese a ponerse en marcha. No parecía un problema tan grave: en algún momento, por fuerza, el vehículo tendría que volver a la circulación. Quizá antes viniesen unos operarios a limpiarlo o a efectuar alguna reparación.
–¿Te había pasado antes alguna vez algo remotamente parecido a esto? –me preguntó.
–No.
Supongo que, a partir de ahí, se rompió el hielo. Nos pusimos a hablar como dos desconocidos que se cuentan cosas para conocerse y no para llenar de ruido el aire que separa al uno del otro y marcar la frontera entre el espacio de cada cual. Ella era filóloga. Y, como yo, también estaba pluriempleada. Por las mañanas trabajaba en una biblioteca y por la tarde daba clases de recuperación de literatura, lengua, historia y –¡matemáticas!– a unos chavales de tercero y cuarto de la ESO.
–¿Matemáticas?
–Si, siempre se me han dado bien –respondió.
–¿Por que no estudiaste una carrera de ciencias, entonces?
–Me gusta la filología –respondió, sin entrar en más detalle. –Y, tú ¿de qué das clases?
–Inglés y lengua.
–¿Y qué eres?
–Humano –respondí.
–Ja ja ja. Humano del género idiota. Mi preguntar qué titulación tú tener. Qué haber tú estudiado, humano idiota.
–Soy periodista.
–Ja ja ja.
–Ya ves. Las madres preocupadas dejan a sus hijos en manos de cualquiera. ¿Sabías que Mussolini era periodista?
–Sí. Y también escribió una novela.
–Eso no lo sabía.
Hablar con ella de libros o películas podía llegar a intimidar: lo había visto todo y lo había leído todo. Me sentía casi ridículo. Al final, algo avergonzado, saqué la agenda y empecé a transcribir sus recomendaciones sobre cine y literatura.
–Pues si te gustó Al final de la escapada, tienes que ver Bande apart.
–¿Cómo?
–Banda aparte.
Después, conversamos sobre la ciudad que se extendía sobre nuestras cabezas y que nos tenía condenados a ambos a no descansar las horas suficientes y quedarnos dormidos en el metro. "Teníamos muchos sueños. Ahora sólo tenemos sueño", dijo ella, a modo de corolario.
–Jeje… ¿sabes que ese chiste no tiene sentido en inglés?
–Pues claro. Ni tampoco en catalán. Por cierto: una de mis gracias favoritas consiste en decir ‘como dijo Martin Luther King: tengo un sueñoooo…’ y bostezar.
Me reí. Tenía un sentido del humor increíble. Era aguda y rápida y además tenía una prodigiosa capacidad para imitar perfectamente bien cualquier acento. Hacía ya un rato que yo no consideraba mala suerte el haberme quedado encerrado, incomunicado y con 40 euros menos por las dos clases de hora y media perdidas. Estaba más a gusto allí de lo que había estado en mucho tiempo en cualquier otro sitio.
–Hora de cenar –dijo. ¿Ya es la hora de cenar?, pensé yo. Había perdido la noción del tiempo–. Creo que tengo una manzana en el bolso –añadió–. Podemos compartirla.
–De acuerdo.
Empezamos a morder la pieza de fruta por turnos. Al cabo de un momento sólo quedaba el corazón de la manzana y nuestras caras enfrentadas. Por primera vez me atreví a plantar cara a aquellos ojos que me hacían casi daño. A partir de ahí no hizo falta nada más. Yo me acerqué un poco a su rostro, ella acercó un poco más el suyo y yo todavía algo más el mío.
Nos besamos.
Al cabo de un momento estábamos tumbados en el suelo del vagón. Hubo un instante en el que creo que los dos pensamos en lo realmente extraño de la situación: lo que estábamos haciendo... y todas las extrañas e improbables coincidencias... Pero fue sólo medio segundo -como un parpadeo, pero al revés-. Fue mientras ella me agarraba de las muñecas y forcejeaba conmigo para ponerse encima de mí. Al cabo de un instante, desde su posición privilegiada, ella procedía a quitarme la camisa y a desabotonarme el pantalón.
En esa posición, ya no tenía mucho sentido pensar en lo extraño de la situación. En esa posición, lo único que a mí me parecía mal era mi hombro dolorido, que me molestaba bastante, así que luché para volver a estar arriba. Le saqué la blusa por la cabeza, sin desabotonarla, me peleé con el cierre del sujetador, le quité los pantalones, le quité las bragas y me sumergí en su entrepierna.
Follar en el suelo de un vagón de metro no entraba en mis sueños antes de esto. Si me lo hubieran dicho, habría dicho ‘¡joder, qué locura!’ y, efectivamente, era una locura. La penetré diciendo ‘¡joder, que locura!’ y empecé a jadear y escuché sus primeros jadeos diciendo‘¡joder, que locura!’.
En seguida dejé de pensar en eso y me escuché decir en mi cabeza que no, que no era una locura, que todas aquellas extrañas casualidades, todas aquellas improbables afinidades tenían un sentido. Y después dejé de pensar y de decir nada en absoluto. Nos besamos largamente mientras nuestros cuerpos seguían entrelazados y moviéndose al mismo ritmo.
No sé precisar cuanto tiempo estuvimos así. Creo que fue bastante, aunque ahora lo recuerde como un instante efímero. Nos agotamos el uno al otro y, abrazados, ella reposando su cabeza sobre mi pecho, nos quedamos dormidos sobre el suelo frío del vagón.
***
Desperté justo cuando la voz grabada se disponía a indicar el final de trayecto en Estadio Olímpico. Estaba rodeado de otros pasajeros y sentado en el mismo asiento del vagón donde me había quedado dormido. Miré la hora: eran las cuatro menos diez de la tarde. Llegaba puntual a la primera clase, con Aitor, pero tenía que correr un poco; como siempre. Después, levanté la mirada y miré hacia el frente: ella ya no estaba ahí.
Cuando el tren acabó de detenerse en la estación de término me levanté como un resorte y me dirigí hacia la puerta para ganar la calle lo antes posible. Me dolía el hombro.
Guau, blog descubrimiento del día.
ResponderEliminar:)
Gracias! Comentario-que-te-alegra-el-día del día. :)
ResponderEliminarpues si, eres tan bueno escribiendo como me imaginaba, creo que empezaré a pasarme amenudo por aqui... =)
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