Solo puede quedar uno
Sergio López, 2010
–Mira esta comida. Qué asco –susurró Álex, señalando el interior de la nevera– ¡Comprar en el Lidl es el paso inmediatamente anterior a coger la comida de la basura!
–Estoy harta de que siempre insinúes que mis amigos son mediocres –respondió Marta, mientras cogía cervezas del refrigerador–. ¡No son más mediocres que la mayoría! ¡No sé qué te has creído!
El novio de Marta, había accedido a regañadientes a asistir al cumpleaños que uno de los mejores amigos de ella, Carlos, celebraba en su casa de Móstoles. Era la primera vez que Álex se aventuraba en ese entorno y procuraba no tocar nada de aquella casa pequeña y decorada con pésimo gusto. Si se veía obligado a hablar con alguien, intentaba mantenerse a una prudente distancia de su aliento.
Álex era mayor que Marta. De hecho, lo era mucho más de lo que parecía a simple vista. Él había sido primero su profesor de Pensamiento Político de en la Universidad Pontificia. Después había sido el tutor de su tesis doctoral. En algún momento comenzaron a acostarse y al cabo de un tiempo que ni ellos mismos sabran precisar ya eran una pareja estable.
Álex parecía adorar a Marta, pese a que a veces ella olvidase que la mayoría es mediocre y que la mediocridad es mayoritaria (“por definición”). Y a pesar de que sabía que más pronto que tarde tendría que alejarse de ella. Siempre le acababa sucediendo lo mismo.
Marta quería a Álex, a pesar de que le pareciese un pedante y un pijo.
–¡Coge un poco más de tortilla, Álex, que no has comido nada! –ofreció Carlos.
–No, gracias –dijo Álex intentando disimular el asco que le producía esa tortilla precocinada y recalentada–. No tengo mucha hambre.
No se lo estaba pasando muy bien. Ninguna de las conversaciones de ninguno de los grupitos de invitados le producía el menor interés. La mayoría eran idénticos, pensaba, a la imagen que se había formado de ellos. El resto eran aún peores. La solución era emborracharse un poco para hacer que el tiempo pasara más rápido. El tiempo era una cosa muy relativa.
Sabía que si bebía era probable que no se cumpliera su deseo de pasar absolutamente desapercibido, pero asumió el riesgo. El quería optar por un perfil lo más discreto posible porque aparecía con cierta frecuencia en la televisión regional y no le apetecía que nadie le reconociese y le diese la tabarra. Finalmente, no pudo evitar ser uno de los dos grandes protagonistas de aquella noche.
–¿Has visto por aquí el Beefeater, Marta? Creo que voy a preparar un gin–tonic.
–En la mesita del salón –señaló–. Es decir… que conduzco yo de vuelta a Madrid, ¿no?.
–…eh, sí –algo acababa de alterar a Álex–, si no te importa. Oye –susurró–, ése de ahí, el de las patillas y la cabeza afeitada, ¿quién es?
–Es Samu, el novio de Berta –respondió Marta, con naturalidad.
–Joder. Parece un skinhead.
–Es un skinhead. Un skinhead de izquierdas. Sharp.
–¿Dónde me has metido? –preguntó Álex mientras vertía ginebra en su vaso.
–Oh. Que no te engañe su aspecto. Es un cacho de pan. Estudia arte dramático.
–Y la chica rubia con tatuajes que está a su lado…
Marta miró a Álex con suspicacia. Lo que había preocupado a Álex no era ni la ideología, ni la estética ni los brazos de Samu.
–Esa es la novia de Carlos, Emma. No la conozco demasiado.
–No pegan mucho, ¿no?
Quién es, pensó Álex. Conocía de algo a esa chica de pelo rubio oxigenado. Era delgada y llevaba unas mallas de leopardo, un montón de pendientes y una camiseta sin mangas que dejaba ver unos brazos llenos de tatuajes. Tenía la impresión de haber tratado con ella en algún lugar hacía mucho tiempo. Pero, ¿dónde? ¿cuándo? ¿Podía ser que…? No. Aquello era imposible. O, al menos, tan improbable que no merecía la pena tenerlo en consideración. Sintió un escalofrío y le dio un largo trago a su bebida. Marta notó algo raro. Él notó que ella notaba algo raro. Señaló discretamente a otro de los invitados.
–Y ese de la perilla y la cresta.
–¿Ese? Roberto. Entrenador de fútbol y miembro de una ONG que trabaja con niños de familias sin recursos.
–Vaya, que majo. Si me lo encuentro por la calle me cruzo de acera, de barrio y de término municipal.
–¡Álex!
Álex dio otro trago. A medida que bebía se hacía más patente que no conseguiría pasar desapercibido. Carlos, Berta y otros amigos de Marta mantenían una animada charla sobre sueños premonitorios. El profesor universitario les interrumpió.
–La mayoría está tan perdida que busca símbolos y señales. Pistas. Sueños premonitorios, presentimientos. También hay símbolos en la realidad que supuestamente nos dicen como hemos de actuar. La mayoría busca un orden en el caos y provoca las premoniciones. Si se rompe la pulsera que te regaló, malo. Si se pierde el anillo, malo. Si te llama justo cuando estabas pensando en ella, bueno. La pulsera, el anillo y el teléfono móvil se convierten en objetos mágicos. Es puro animismo. Puedo aseguraros que en 2.500 años no ha cambiado absolutamente nada.
Nadie dijo nada más al respecto.
–Voy a por un poco más de tarta. Está buenísima –se disculpó Marta.
El grupito se disolvió y Álex se quedó de pie con su copa en la mano. Con su pelo entrecano, sus pantalones de pinzas y su polo beige no pintaba nada entre la concurrencia. Idiotas, pensó, podría contarles historias increíbles, historias que les dejarían con la boca abierta hasta Semana Santa. Pero, bah, no se lo merecían.
Minutos después un chico de 27 años, homosexual, intentaba entablar conversación con él.
–Espero que Carlos no vaya a sacar el Sing Star –dijo, con impostada alarma–. Son un auténtico coñazo cuando se ponen a cantar.
–Lo máximo que espero de esta noche es que nadie me haya robado la chaqueta que he dejado en la habitación.
Peor fue cuando Álex se tomó su cuarto combinado alcohólico y empezó a hablar de política.
–Me niego a creer que mi voto valga lo mismo que el de un analfabeto funcional que no muestra la menor inquietud por lo que le rodea. De hecho no lo vale, todo el sistema electoral es una farsa para tener contenida a la masa. En los sistemas capitalistas el verdadero voto no son las papeletas electorales, sino el capital, intelectual y económico. La capacidad de influir económica o intelectualmente sobre los decisores o ser uno de ellos. Y ese voto está restringido a una minoría. Siempre ha sido así. Afortunadamente.
Las ideas elitistas del catedrático levantaban ya algunas ampollas en la Universidad Pontificia y en los medios de comunicación conservadores. En la fiesta de Carlos eran directamente tenidas por un insulto. Álex solía decirles a sus alumnos que él era “incluso anterior a Ortega”, cosa que estos interpretaban en sentido figurado o en tono de broma, pero que en realidad era cierto. Álex era muy anterior a Ortega.
Se dirigió al baño, pero alguien le flanqueó la entrada.
–No intentes engañarme, Alexander. Sé que eres tú.
La novia de Carlos estaba en frente de Álex, mirándole con ojos encendidos de odio.
–Sé que eres tú –repitió ella.
–Sí –Álex devolvió la mirada retadora a aquella mujer–. Vaya una sorpresa encontrarte aquí, Himilce. Pensaba que no estabas ya entre los vivos.
–Muy propio de ti y los tuyos, Alexander. Dar por muerto al enemigo antes de tiempo.
–Estamos ganando.
–Siempre estáis ganando. Lleváis ganando miles de años. Bah. Camináis triunfantes, victoria tras victoria… hacia vuestra derrota final.
–Veo que has elegido un aspecto muy adecuado a tu condición plebeya. Siempre fuiste una arrabalera. Recuerdo que en Roma vivías en el Aventino, entre las ratas. Con las putas.
–Y tú, Príncipe Alexander. ¿Qué es lo que eres tú? En Moravia empalabas a los campesinos en la puerta de tu castillo y hoy das cuartelillo teórico a los locos de la guerra preventiva y el liberalismo salvaje. Y encima eres tertuliano en Telemadrid. ¡Genocida!
–Lo de Moravia… eran otros tiempos. Si quieres hablamos de lo que hiciste tú en la Unión Soviética. Lo que me jode realmente de ti y los tuyos, Himilce, es que no queráis daros cuenta los que somos como tú y como yo somos mejores que esos campesinos. Esos campesinos no merecen tu compasión, estúpida.
–Nadie es mejor que nadie, nazi de mierda. Ni siquiera los que somos como tú y como yo. Todas las vidas valen lo mismo. Solo los locos sádicos como tú que no entienden que todas las vidas valen lo mismo merecen morir. La gente como tú sois el mal de la humanidad.
–Vosotros sí que sois una amenaza para la humanidad. Refugiados en la masa, en la mediocridad. Tenéis miedo de vuestra individualidad. Queréis que el individuo se diluya. Bah. Meter a todo el mundo en sacos y ponerles etiquetas. Eso sí que es un peligro para la humanidad. No somos iguales, Himilce. Los hombres no son iguales.
–Querrás decir los seres humanos... No, mujeres y hombres no somos iguales como individuos… afortunadamente, no me parezco en nada a ti… pero sí lo somos en derechos y deberes.
–No me vengas con cháchara del siglo XVIII. Esa historia está muy bien para contársela a los niños, pero no es verdad y, en última instancia, es nociva. Esa filosofía atenta contra la naturaleza. Va en contra lo que nos ha hecho evolucionar y no ser amebas en una charca: la supervivencia de los más fuertes.
–¡Qué idiotez! Evolucionar… si fuera por ti y los tuyos viviríamos en la Edad Media y ni siquiera los más privilegiados podríais vivir la mitad de bien de lo que vive la mayoría ahora.
–¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿No tienes ningún otro argumento?
–Tú lo has dicho: basta de cháchara.
–Es cierto. Lo nuestro no se puede solucionar con palabras. Solo debe quedar uno de los dos.
Marta y Carlos nunca tuvieron una explicación. De repente las dos personas que habían situado en el centro de sus vidas se habían esfumado sin dejar rastro. Como hubo gente que vio a Álex y a Emma marcharse al mismo tiempo, muchos asumieron que habían decidido fugarse juntos. Una especie de aventura amorosa especialmente cruel para sus, hasta entonces, parejas. Otras personas apuntaron que les habían visto discutir en la puerta del baño, lo que aún añadía más confusión al asunto. En fin, especular es gratis. Lo único que quedó claro es que los dos desaparecieron de la fiesta y nadie volvió a saber nunca nada de ninguno de ellos. Se desvanecieron como si nunca hubieran existido. Como si más que personas, hechas de carne y hueso, fuesen solo ideas abstractas cubiertas por un poquito de piel humana. Como globos rellenos de un material muy ligero, sin peso suficiente para que la gravedad les mantuviese anclados a la realidad cotidiana. Marta y Carlos terminaron olvidándoles.
Uyuy, desde hoy miraré a mi director de tesis con otros ojos...
ResponderEliminarBravo Sergio. El argumento me ha encantado. La idea de un director de tesis erudito que impresiona a las estudiantes me suena. Que sea un hijo de puta me mola. El final perfecto, pero me ha sabido a poco, me hubiera gustado que se alargase más el rollo de Alexander y Himilce.
ResponderEliminarElisa