jueves, 25 de noviembre de 2010

Solo debe quedar uno

Solo puede quedar uno
Sergio López, 2010

–Mira esta comida. Qué asco –susurró Álex, señalando el interior de la nevera– ¡Comprar en el Lidl es el paso inmediatamente anterior a coger la comida de la basura!
–Estoy harta de que siempre insinúes que mis amigos son mediocres –respondió Marta, mientras cogía cervezas del refrigerador–. ¡No son más mediocres que la mayoría! ¡No sé qué te has creído!
            El novio de Marta, había accedido a regañadientes a asistir al cumpleaños que uno de los mejores amigos de ella, Carlos, celebraba en su casa de Móstoles. Era la primera vez que Álex se aventuraba en ese entorno y procuraba no tocar nada de aquella casa pequeña y decorada con pésimo gusto. Si se veía obligado a hablar con alguien, intentaba mantenerse a una prudente distancia de su aliento.
            Álex era mayor que Marta. De hecho, lo era mucho más de lo que parecía a simple vista. Él había sido primero su profesor de Pensamiento Político de en la Universidad Pontificia. Después había sido el tutor de su tesis doctoral. En algún momento comenzaron a acostarse y al cabo de un tiempo que ni ellos mismos sabran precisar ya eran una pareja estable.
         Álex parecía adorar a Marta, pese a que a veces ella olvidase que la mayoría es mediocre y que la mediocridad es mayoritaria (“por definición”). Y a pesar de que sabía que más pronto que tarde tendría que alejarse de ella. Siempre le acababa sucediendo lo mismo.
Marta quería a Álex, a pesar de que le pareciese un pedante y un pijo.
            –¡Coge un poco más de tortilla, Álex, que no has comido nada! –ofreció Carlos.
      –No, gracias –dijo Álex intentando disimular el asco que le producía esa tortilla precocinada y recalentada–. No tengo mucha hambre.
     No se lo estaba pasando muy bien. Ninguna de las conversaciones de ninguno de los grupitos de invitados le producía el menor interés. La mayoría eran idénticos, pensaba, a la imagen que se había formado de ellos. El resto eran aún peores. La solución era emborracharse un poco para hacer que el tiempo pasara más rápido. El tiempo era una cosa muy relativa.
Sabía que si bebía era probable que no se cumpliera su deseo de pasar absolutamente desapercibido, pero asumió el riesgo. El quería optar por un perfil lo más discreto posible porque aparecía con cierta frecuencia en la televisión regional y no le apetecía que nadie le reconociese y le diese la tabarra. Finalmente, no pudo evitar ser uno de los dos grandes protagonistas de aquella noche.
–¿Has visto por aquí el Beefeater, Marta? Creo que voy a preparar un gin–tonic.
–En la mesita del salón –señaló–. Es decir… que conduzco yo de vuelta a Madrid, ¿no?.
–…eh, sí –algo acababa de alterar a Álex–, si no te importa. Oye –susurró–, ése de ahí, el de las patillas y la cabeza afeitada, ¿quién es?
–Es Samu, el novio de Berta –respondió Marta, con naturalidad.
–Joder. Parece un skinhead.
–Es un skinhead. Un skinhead de izquierdas. Sharp.
–¿Dónde me has metido? –preguntó Álex mientras vertía ginebra en su vaso.
–Oh. Que no te engañe su aspecto. Es un cacho de pan. Estudia arte dramático.
–Y la chica rubia con tatuajes que está a su lado…
Marta miró a Álex con suspicacia. Lo que había preocupado a Álex no era ni la ideología, ni la estética ni los brazos de Samu.
–Esa es la novia de Carlos, Emma. No la conozco demasiado.
–No pegan mucho, ¿no?
Quién es, pensó Álex. Conocía de algo a esa chica de pelo rubio oxigenado. Era delgada y llevaba unas mallas de leopardo, un montón de pendientes y una camiseta sin mangas que dejaba ver unos brazos llenos de tatuajes. Tenía la impresión de haber tratado con ella en algún lugar hacía mucho tiempo. Pero, ¿dónde? ¿cuándo? ¿Podía ser que…? No. Aquello era imposible. O, al menos, tan improbable que no merecía la pena tenerlo en consideración. Sintió un escalofrío y le dio un largo trago a su bebida. Marta notó algo raro. Él notó que ella notaba algo raro. Señaló discretamente a otro de los invitados.
–Y ese de la perilla y la cresta.
–¿Ese? Roberto. Entrenador de fútbol y miembro de una ONG que trabaja con niños de familias sin recursos.
–Vaya, que majo. Si me lo encuentro por la calle me cruzo de acera, de barrio y de término municipal.
–¡Álex!
Álex dio otro trago. A medida que bebía se hacía más patente que no conseguiría pasar desapercibido. Carlos, Berta y otros amigos de Marta mantenían una animada charla sobre sueños premonitorios. El profesor universitario les interrumpió.
–La mayoría está tan perdida que busca símbolos y señales. Pistas. Sueños premonitorios, presentimientos. También hay símbolos en la realidad que supuestamente nos dicen como hemos de actuar. La mayoría busca un orden en el caos y provoca las premoniciones. Si se rompe la pulsera que te regaló, malo. Si se pierde el anillo, malo. Si te llama justo cuando estabas pensando en ella, bueno. La pulsera, el anillo y el teléfono móvil se convierten en objetos mágicos. Es puro animismo. Puedo aseguraros que en 2.500 años no ha cambiado absolutamente nada.
Nadie dijo nada más al respecto.
–Voy a por un poco más de tarta. Está buenísima –se disculpó Marta.
El grupito se disolvió y Álex se quedó de pie con su copa en la mano. Con su pelo entrecano, sus pantalones de pinzas y su polo beige no pintaba nada entre la concurrencia. Idiotas, pensó, podría contarles historias increíbles, historias que les dejarían con la boca abierta hasta Semana Santa. Pero, bah, no se lo merecían.
Minutos después un chico de 27 años, homosexual, intentaba entablar conversación con él.
–Espero que Carlos no vaya a sacar el Sing Star –dijo, con impostada alarma–. Son un auténtico coñazo cuando se ponen a cantar.
–Lo máximo que espero de esta noche es que nadie me haya robado la chaqueta que he dejado en la habitación.
Peor fue cuando Álex se tomó su cuarto combinado alcohólico y empezó a hablar de política.
–Me niego a creer que mi voto valga lo mismo que el de un analfabeto funcional que no muestra la menor inquietud por lo que le rodea. De hecho no lo vale, todo el sistema electoral es una farsa para tener contenida a la masa. En los sistemas capitalistas el verdadero voto no son las papeletas electorales, sino el capital, intelectual y económico. La capacidad de influir económica o intelectualmente sobre los decisores o ser uno de ellos. Y ese voto está restringido a una minoría. Siempre ha sido así. Afortunadamente.
Las ideas elitistas del catedrático levantaban ya algunas ampollas en la Universidad Pontificia y en los medios de comunicación conservadores. En la fiesta de Carlos eran directamente tenidas por un insulto. Álex solía decirles a sus alumnos que él era “incluso anterior a Ortega”, cosa que estos interpretaban en sentido figurado o en tono de broma, pero que en realidad era cierto. Álex era muy anterior a Ortega.
Se dirigió al baño, pero alguien le flanqueó la entrada.
–No intentes engañarme, Alexander. Sé que eres tú.
La novia de Carlos estaba en frente de Álex, mirándole con ojos encendidos de odio.
–Sé que eres tú –repitió ella.
–Sí –Álex devolvió la mirada retadora a aquella mujer–. Vaya una sorpresa encontrarte aquí, Himilce. Pensaba que no estabas ya entre los vivos.
–Muy propio de ti y los tuyos, Alexander. Dar por muerto al enemigo antes de tiempo.
–Estamos ganando.
–Siempre estáis ganando. Lleváis ganando miles de años. Bah. Camináis triunfantes, victoria tras victoria… hacia vuestra derrota final.
–Veo que has elegido un aspecto muy adecuado a tu condición plebeya. Siempre fuiste una arrabalera. Recuerdo que en Roma vivías en el Aventino, entre las ratas. Con las putas.
–Y tú, Príncipe Alexander. ¿Qué es lo que eres tú? En Moravia empalabas a los campesinos en la puerta de tu castillo y hoy das cuartelillo teórico a los locos de la guerra preventiva y el liberalismo salvaje. Y encima eres tertuliano en Telemadrid. ¡Genocida!
–Lo de Moravia… eran otros tiempos. Si quieres hablamos de lo que hiciste tú en la Unión Soviética. Lo que me jode realmente de ti y los tuyos, Himilce, es que no queráis daros cuenta los que somos como tú y como yo somos mejores que esos campesinos. Esos campesinos no merecen tu compasión, estúpida.
–Nadie es mejor que nadie, nazi de mierda. Ni siquiera los que somos como tú y como yo. Todas las vidas valen lo mismo. Solo los locos sádicos como tú que no entienden que todas las vidas valen lo mismo merecen morir. La gente como tú sois el mal de la humanidad.
–Vosotros sí que sois una amenaza para la humanidad. Refugiados en la masa, en la mediocridad. Tenéis miedo de vuestra individualidad. Queréis que el individuo se diluya. Bah. Meter a todo el mundo en sacos y ponerles etiquetas. Eso sí que es un peligro para la humanidad. No somos iguales, Himilce. Los hombres no son iguales.
–Querrás decir los seres humanos... No, mujeres y hombres no somos iguales como individuos… afortunadamente, no me parezco en nada a ti… pero sí lo somos en derechos y deberes.
–No me vengas con cháchara del siglo XVIII. Esa historia está muy bien para contársela a los niños, pero no es verdad y, en última instancia, es nociva. Esa filosofía atenta contra la naturaleza. Va en contra lo que nos ha hecho evolucionar y no ser amebas en una charca: la supervivencia de los más fuertes.
–¡Qué idiotez! Evolucionar… si fuera por ti y los tuyos viviríamos en la Edad Media y ni siquiera los más privilegiados podríais vivir la mitad de bien de lo que vive la mayoría ahora.
–¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿No tienes ningún otro argumento?
–Tú lo has dicho: basta de cháchara.
–Es cierto. Lo nuestro no se puede solucionar con palabras. Solo debe quedar uno de los dos.
Marta y Carlos nunca tuvieron una explicación. De repente las dos personas que habían situado en el centro de sus vidas se habían esfumado sin dejar rastro. Como hubo gente que vio a Álex y a Emma marcharse al mismo tiempo, muchos asumieron que habían decidido fugarse juntos. Una especie de aventura amorosa especialmente cruel para sus, hasta entonces, parejas. Otras personas apuntaron que les habían visto discutir en la puerta del baño, lo que aún añadía más confusión al asunto. En fin, especular es gratis. Lo único que quedó claro es que los dos desaparecieron de la fiesta y nadie volvió a saber nunca nada de ninguno de ellos. Se desvanecieron como si nunca hubieran existido. Como si más que personas, hechas de carne y hueso, fuesen solo ideas abstractas cubiertas por un poquito de piel humana. Como globos rellenos de un material muy ligero, sin peso suficiente para que la gravedad les mantuviese anclados a la realidad cotidiana. Marta y Carlos terminaron olvidándoles.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Segunda mano

Segunda mano
Sergio López, 2010 

“Discos Areusa. Compraventa de discos de segunda mano. Entrada por acceso peatonal al parking”. Un hombre alto, con pelo largo y gabardina, comprobó en una libreta que el nombre coincidía con el que tenía apuntado y bajó las escaleras que conducían al subterráneo.
Ahí abajo, en aquel sótano que olía a orín, Cosme llevaba 22 años regentando su tienda de discos usados. Y nada hacía suponer que ese día pudiera ser distinto a cualquier otro de los días de aquellos 22 años. La vida de Cosme era monótona y se limitaba a su trabajo, un trabajo monótono cuya norma fundamental era poner mala cara cuando alguien venía a vender discos. Cosme examinaba la mercancía como si le diera asco tocarla, la adquiría por un precio ridículo y la revendía por prácticamente lo que costaba en la Fnac. Por alguna incomprensible razón, una amplia parroquia de clientes habituales mantenía el negocio en marcha.
El hombre de la gabardina entró en la tienda y caminó por entre los expositores sobre los que varios compradores rebuscaban, intentando encontrar algo entre el desorden absoluto –Anthrax al lado de Carlos Gardel, etc. –. Como las existencias estaban integradas por aquello de lo que la gente se deshacía, la sección de música estaba llena de discos de Enya y Mike Oldfield y no había ninguno de Aretha Frankin ni de John Coltrane, por más que los compradores se afanaran por encontrarlos.
El hombre de la gabardina no se paró a considerar la mediocridad del catálogo. Fue directo hacia el mostrador. Allí, Cosme terminaba de examinar los discos que le acababa de traer un chico de unos dieciocho años.
–Este ya le tengo y no le doy salida... Este otro… nada, mierda pura… ¿Y, éste? ¿Fito y los Fitipaldis? ¿Quién cojones es éste?
–Es el cantante de Platero y Tú. Este es su primer disco en solitario. Lo sacó hace un año. Es muy bueno –explicó el cliente.
–Lo que tú digas, pero yo maquetas no quiero.
–No es una maqueta.
–Bueno, es igual –zanjó Cosme–. A ver ¿Qué es lo que pides tú por estos discos?
–Pues, no sé…
–No. Dime tú un precio. Dime lo que tú pides por ellos. ¿Cuánto crees que valen?
–Pues estos, los de los Rolling y los de los Clash son buenos, por lo menos 500 pesetas, cada uno. Los otros, vale que sean menos conocidos, pero… pues, no sé, ¿5.000 pesetas por todos?
–Mira –Cosme sonrió e hizo una pausa dramática mientras sostenía en alto los doce CDs con la mano izquierda–. Esto no vale nada.
–¿Cómo que nada?
–Nada. Esto no se vende. Y, si se vende, se vende muy mal. Cuanto peor se vende, menos vale… son las leyes de la oferta y la demanda, no me las he inventado yo. Yo no puedo comprar cosas que sé que voy a tardar en vender. Tengo la tienda llena y ya no doy abasto. Estamos a tope. No tenemos sitio para más discos.
Cosme devolvió los discos al joven, que no dijo nada.
–Haciéndote un favor –retomó Cosme–, puedo darte 1.700 pesetas. Para que no te vuelvas a casa cargado. Te estoy haciendo un favor –recalcó.
El joven, tras unos segundos de indecisión, indignación y aspaviento, accedió.
Cuando se marchó el chico, Cosme quedó frente a frente con el hombre de la gabardina, que le miraba a través de unas gafas de montura fina.
–¿Qué deseaba? –preguntó Cosme. Estaba ligeramente inquieto y no sabía por qué. Día tras día entraban en su tienda decenas de personas de lo más extraño y poco recomendable, desde frikis adictos a las rarezas musicales hasta yonkis que vendían sus discos de Raimundo Amador y Morente para comprar una dosis más de heroína. No sabía por qué le alteraba un individuo que, para empezar, vestía de forma bastante correcta.
–Venía a traerle un disco.
–No compro discos sueltos.
–No. No me entiende. No vengo a venderle un disco. Vengo a traerle un disco. Tome, es suyo.
Era un disco de vinilo de siete pulgadas. Venía dentro de su correspondiente carátula de cartón, solo que en la carátula de cartón, blanca, no ponía nada.
–No me fío de nada que sea gratis. Nada es gratis.
El hombre de la gabardina hizo caso omiso. Dejó el disco en el mostrador, se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
–Pero, oiga, espere –dijo Cosme.
–El disco es suyo –insistió el hombre sin girarse–. Le estoy haciendo un favor.
–En la carátula no hay nada escrito.
–Pues escríbalo usted.
¡Balam! La puerta se cerró tras el hombre y Cosme se quedó mirando el estuche del vinilo en blanco sin saber qué pensar.

Al día siguiente, Discos Areusa no abrió. El día de después, tampoco, y así sucesivamente. La madre y la hermana de Cosme denunciaron su desaparición a la policía. Los dos empleados de la tienda también estuvieron un tiempo indagando por su cuenta, intentando averiguar por qué se habían quedado sin empleo. Fue infructuoso: no se volvió a saber nada del jefe.
Once años más tarde, la concesionaria de los aparcamientos municipales, propietaria del local, alquiló de nuevo el espacio. Había permanecido vacío durante todo ese tiempo y, por sorprendente que parezca, los discos, los carteles, la caja registradora y todo lo demás permanecía igual que lo había dejado Cosme el último día que trabajó allí.
El nuevo arrendatario se llamaba Carlos y era un joven de 29 años que recordaba nítidamente haber vendido discos una vez en la vieja tienda y haberse sentido estafado. Eligió precisamente ese local por una cuestión de justicia poética: vendería los discos y el material que permanecía dentro y con el dinero amortizaría parte del esfuerzo económico de poner en marcha su negocio.
El local, aparte de oscuro y subterráneo, estaba en una zona degradada del centro de la ciudad. Todo eso, pegas para cualquier negocio normal, eran virtudes para la tienda de cómics súper especializada que él tenía en mente. Carlos, mientras el administrador le hacía entrega de las llaves del establecimiento, se imaginaba colas de fanáticos de Marvel llenando aquel sótano. Acababa de firmar el contrato de arrendamiento.
–Bueno, pues espero que tengas suerte, hijo, de verdad –le dijo el administrador del aparcamiento–. Ya te digo que hemos tenido el local sin ocupar once años. Nadie más lo ha querido arrendar.
–¿Podemos entrar ahora?
–Claro que sí. Ya tienes las llaves.
–Ah, pues… ¡perfecto! Voy a echar un vistazo.
Ambos se encaminaron desde el despacho de la administración del parking al local que todavía tenía el cartel de Discos Areusa.
–¿Qué le pasó a la tienda de discos? –preguntó Carlos–. Cerró hace mucho, ¿no?
–Cerró de repente hace 11 años. El dueño desapareció. No se volvió a saber nada de él. Se lo tragó la tierra. Yo creo que estaba harto, que se le hincharon las pelotas y se marchó, sin más. Igual ahora está viviendo una nueva vida en cualquier lado. Brasil…
El joven se quedó pensando un instante y respondió.
–Muy adecuado para un vendedor de discos de segunda mano. 
–¿Eh…? ¿Por qué?
–Bueno. Los artículos de segunda mano tienen una segunda oportunidad, una segunda vida.
El administrador pensó que el nuevo inquilino era un tanto raro.
–Bueno, chico, te dejo para que veas con calma lo que hay. Lo que te interese te lo puedes quedar y lo que no, lo sacas en cajas afuera y ya nos encargamos nosotros de liquidarlo. Estoy en el despacho, si necesitas algo. Hasta luego. –Se marchó y le dejó solo en el local.
Carlos se puso a rebuscar con deleite entre los discos. Olía a cerrado y a humedad y una gruesa capa de polvo lo cubría todo. Tras el mostrador había un tocadiscos. Comprobó que funcionaba pinchando varios de los vinilos que había ido seleccionando.
De repente vio algo que hizo que le diera un vuelco al corazón. La emoción le subió por la tráquea desde el pecho y terminó aflorando por sus ojos en forma de un par de lágrimas. Junto al reproductor, había una mesita y en ella, una pila de CDs y vinilos. Entre aquellos discos estaban todos los compactos que él había vendido 11 años antes por 1.700 míseras pesetas. Discos Areusa cerró el mismo día que él hizo aquel negocio ruinoso. Se le puso la piel de gallina de pensarlo.
En la mesita, al lado de aquellos discos que habían vuelto a él, había otra docena de grabaciones, tanto en formato compacto como en vinilo. De entre todas, una le llamó poderosamente la atención. Era un SP de vinilo de 7 pulgadas.  La carátula era blanca y no tenía absolutamente nada escrito. La curiosidad le distrajo de la fuerte impresión que se acababa de llevar. Sacó el disco de la funda y lo puso a dar vueltas en el tocadiscos.
Esperó a que comenzara a sonar la música, pero no sonó música ninguna. Tampoco voz, ni ningún ruido, a excepción de los chasquidos de la aguja.   
Al igual que la carátula, el disco estaba en blanco.