viernes, 24 de diciembre de 2010

Tradicional mensaje de Nochebuena de su majestad el Rey

Españoles:

Los jóvenes se rebelan y se enfrentan a las autoridades con piedras y fuego.

¿Son los cientos de miles de jóvenes que no pueden acceder al mercado laboral y emanciparse?

No. Son los jóvenes de Pozuelo de Alarcón, el municipio más pijo de Madrid. Se rebelan porque no les dejan hacer botellón en las fiestas locales.

Españoles: Los trabajadores montan en cólera y emprenden una huelga salvaje que paraliza el país durante dos días.

¿Son los cientos de miles de trabajadores afectados por despidos, EREs y recortes salariales y de derechos sociales?

No. Qué va. Son los trabajadores de las torres de control de los aeropuertos, que ganan más de 300.000 euros al año.

Españoles: Un canal de televisión de noticias va a dejar de emitir esta noche porque el accionariado no cree en su rentabilidad.

¿Es algún lamentable chiringuito informativo montado al calor de unas concesiones de frecuencias en TDT que huelen a distancia? (Intereconomía, 13tv, PopularTv, LibertadDigital Tv...)

No. Para nada. Es CNN+, una apuesta seria y ambiciosa por el periodismo de calidad.

Españoles: no sé si será culpa suya, mía o de que nos la vendieron ya podrida y no podemos hacer demasiado al respecto, pero el caso es que España apesta y da puto asco.

Feliz navidad.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Dinero

Dinero
Sergio López, 2010



Ya lo sé. Hay cosas en la vida más importantes que el dinero. El problema es que hace falta tener dinero para dejar de pensar en él. No quiero decir que los ricos no piensen en el dinero. Piensan en él, claro. Pero de otra manera. Si eres pobre, piensas en el dinero, sí o sí. No te queda más remedio. El dinero ocupa un espacio en tu cabeza inversamente proporcional al que ocupa en tu bolsillo. En la cabeza todo está conectado y la neurona donde almacenas la cuenta de los céntimos del dinero que no tienes está conectada con la neurona que te recuerda que tienes hijos; y ésta, con la que te dice que tienes hambre; y ésta, con la que te avisa de que tienes que pagar el alquiler; y ésta, con la que te machaca con que tu marido te ha dejado. Todos los pensamientos encadenados: ningún amigo o familiar que te pueda echar un cable. Un jefe cabrón que no te paga. Los niños, que lloráis porque no tenéis la PlayStation, porque no podéis ir al viaje a Asturias con el resto de compañeros de clase, porque vais siempre vestidos con la misma ropa. Y, en el Inem, una funcionaria borde que me explica que si me voy de mi empresa, no tengo derecho a paro. Y que si me quedo, mi jefe tiene derecho a no pagarme porque su empresa de mierda ha quebrado y está en concurso de acreedores. Y coger la carpeta de los currículos y recorrerme Madrid de arriba abajo, una y otra vez. Sus puertas cerradas, su acumulación sucia de personas sucias y sin identidad. Sus cuatro millones de paredes.
            Todo ese espacio ocupaba el dinero en mi cabeza. Ya sé que no es disculpa, pero estaba obsesionada. Todos esos pensamientos encadenados estaban encadenados por el dinero. Sucio dinero. Ahora ya no tengo que pensar en él. De hecho, aquí me pagan un pequeño salario. No mucho, pero cuando salga tendré para ir tirando. Además de que comida y alojamiento no cuestan nada, claro. No pensar en el dinero es un alivio, la verdad. Pero poco, pensando en lo mucho que os echo de menos. Espero que os vaya bien sin mí.

sábado, 11 de diciembre de 2010

El autoestopista

El autoestopista
Sergio López, 2010

La enfermera entra en la habitación y ve que el joven se ha despertado. Parece algo confuso aún. Una pesada escayola en la pierna derecha le impide levantarse por su propio pie e ir al baño.
–¡Quieto! –le ordena la enfermera– No intentes levantarte. La escayola está húmeda todavía y puede romperse.
–Tengo ganas de mear.
–No te preocupes. Ahora mismo te traigo una cuña.
La enfermera entra en el servicio y sale en seguida con una especie de gran cantimplora de plástico gris en la mano. La boca de aquella cosa es un cilindro que tiene exactamente el tamaño y la forma del cartón de los canutillos de cartón del papel higiénico. Por ahí, se supone, hay que introducir el pene para orinar. El joven pone cara de asco.
–No te agobies. Me doy la vuelta –dice la enfermera.
–¿Qué le ha pasado a la chica? –pregunta él.
–¿Qué chica?
–La chica que conducía.
–No sé de quién me hablas. Creo que aún estás un poco confuso. Es normal, no te preocupes. Es cosa de la anestesia –añade ella, aún de espaldas al muchacho.
–Había una chica –insiste él–. ¡Joder, cómo me duele!
–Ya. Te duele. Claro que te duele. Tienes la tibia y el peroné hechos trizas. Ha habido que ponerte un clavo atravesando el hueso calcáneo para fijarlos. Con suerte, sólo te quedará una leve cojera. Pero tendrás que llevar la escayola entre tres y cuatro meses. Bueno, ¿has terminado ya con la cuña?
–Sí.
–Trae. Dámela.
–¿Y la chica? –vuelve a preguntar el muchacho, mientras le tiende a la enfermera el recipiente, lleno de orín– La chica que conducía el coche. ¿Qué le ha pasado a ella?
–Tengo que irme. Si necesitas algo, puedes pulsar el botón que hay en la cabecera de la cama, a la derecha. Si no, te veré a la hora de cenar. Verás como en un rato te encuentras más despejado y te entran unas ganas de comer terribles. Cosa de la anestesia. Bueno, hasta luego.

**

La enfermera se ha marchado. El joven está tendido en la cama mirando al techo con una sensación de embotamiento que no había sentido nunca antes. Cosa de la anestesia. Lleva una cresta de pelo lacio. La cara de niño y la barbita fina, que le crece a trozos sí y a trozos no, le hacen aparentar menos de 19 años. Todo el costado derecho le quema, lleno de arañazos y deshollones. “¿Y ella?”, piensa. “¿Qué le ha pasado a ella?”. Se siente horriblemente asustado y culpable. Empieza a llorar. Tarda un rato en darse cuenta de que no está solo en la habitación.
–¿Qué te ha pasado, chico? –pregunta el anciano que ocupa la cama contigua a la suya– ¿Cómo te has partido la pierna?
–Haciendo autoestop –dice el joven, sorbiéndose los mocos.
–¿Te han atropellado?
–No exactamente.
–¿Entonces?
–Pues… –el joven rompe a llorar de nuevo.
–Bueno. No te preocupes, ya me lo contarás.
El joven hace un esfuerzo por contener el llanto y retoma la historia.
–Estaba haciendo autoestop. No hay mucha gente de mi edad que haga autoestop en solitario, pero a mi me gusta. Cuando me agobio de mi casa, del barrio, de mis padres, de la gente… pongo cualquier excusa y me voy haciendo autoestop hasta donde sea. Tengo unos amigos en Granada, así que, esta vez, iba a Granada. Un conductor me había llevado hasta Yecla, así que me puse a esperar a otro conductor en un área de servicio a las afueras. Junto a la carretera que va de Yecla a Caravaca de la Cruz.
–Ah, Caravaca. Muy bonito. Lo conozco, pero hace muchos años que no voy…
–Tras varias horas haciendo dedo en el área de servicio de Yecla, paró una chica que conducía un Seat Alhambra rojo. Era una chica poco mayor que yo, de unos 21 años. Muy guapa. Un poco pija. Se llamaba… se llama Sandra. Le dije que iba hacia Granada y me dijo que ella también. Así que pensé: “perfecto”.
»Bueno, pues monté. Ella primero puso un CD, Pignoise o algo así, y al rato empezó a hablar. Me contó que estudiaba empresariales. Yo le dije que yo hacía trabajo social. Bueno, lo típico en estos casos. Íbamos hablando, entretenidos y tal. Pasaron tres cuartos de hora o así cuando me dijo: “Bueno, pues ya hemos llegado”.
»Yo le contesté: “¿Qué? ¿Cómo?”. No quería ser maleducado, pero era un poco fuerte. No estábamos en Granada, por supuesto, porque, claro, no había dado tiempo ni de coña, pero tampoco estábamos en ningún lado que pillase de camino a Granada: ni en Jumilla, ni en Caravaca, ni en La Puebla de Don Fadrique. No. Estábamos en Moixent, que está justo en la dirección contraria.
»Ella dijo: “Ahí va. ¡Qué despiste! Es verdad. Que íbamos a Granada. Lo siento”. Yo flipaba en colores, claro. Pero ella se disculpó un montón de veces y me dijo que daba la vuelta y que sólo tardaríamos un poco más en llegar a Granada. Estuve de acuerdo. Nos pusimos a hablar de música. Le conté que, bueno, que yo toco en un grupo de música y resultaba que ella toca la guitarra. La verdad es que parecía muy maja. Así se nos fue más o menos una hora. ¿Sabe usted lo que pasó al cabo de esa hora?  

El anciano le está mirando con aire un poco confundido y no contesta, pero el joven sigue con su relato.
–Pues, al cabo de esa hora, llegamos a una ciudad que no es ni por asomo Granada y ella me dice: “Bueno, pues ya hemos llegado”. Y yo le digo: “Oye. Oye, que esto… esto es Alcoy”. Justo vi el rótulo en ese momento: ALCOY. Y ella me contesta: “Ahí va. ¡Qué despiste! Es verdad. Esto es Alcoy”.
»Increíble ¿No? Bueno, me dijo que, ya que estábamos en Alcoy, iba a aprovechar para saludar a unos amigos, pero que la esperase un segundo en el coche y que, de verdad, me llevaba a Granada. A mi me parecía muy fuerte toda la movida, pero, total, era una piba maja, muy guapa además. Y yo, en realidad, no tenía ninguna prisa. Así que la esperé. A veces, importa más la compañía que el viaje en sí. ¿No? Arrancamos y seguimos el viaje hablando de Zapatero, la crisis económica y cosas así. Seguimos un rato por la misma autovía hasta que ella dijo: “Bueno, para Granada es esta salida”. Yo le respondí: “Perdona, pero ahí pone Xixona”. “Ahí va. ¡Qué despiste! ¡Perdona!”.
»Yo empezaba a estar preocupado. Pero, bueno, Sandra tenía una conversación entretenida. Era una buena compañía para viajar. Era una persona muy inteligente. Súper culta. Era un gustazo hablar con ella. Al principio. Me sentía muy cómodo, algo que no suele pasar a menudo con los conductores que te cogen haciendo autoestop. El único problema es que parecía que era un poco despistada.
»En fin, al cabo de otra media hora dijo: “Bueno, pues ya estamos en Granada”.
» “Oye, Sandra. Esto es Elda”.
» “Ahí va, perdona. Es verdad”.

El joven espera que el anciano comente algo, cosa que no hace. La pierna derecha, aprisionada bajo el peso de la escayola húmeda y fría, le duele cada vez más. Repara en que el viejo tiene dos muletas al lado de la cabecera de su cama y sigue con su historia:
–Eso me dijo... ¡Joder! ¡Cómo me duele la pierna!... En ese momento yo ya le pregunté: “Oye, tronca, ¿de verdad vas a Granada?” Y ella me dijo que sí, que claro que sí, que de verdad que sí. Que no tenía ningún motivo para mentirme, que bla bla bla. Así que, nada, seguimos el trayecto por la misma autovía. Al rato, nos desviamos por una carretera local y al cabo de unos minutos ella dice: “Bueno, pues ya hemos llegado”.
»Por supuesto que aquello tampoco era Granada. Era Tobarra. Le dije que si me estaba vacilando o qué. Que si era una broma. Ella me dijo que no, que de verdad que no, que era sólo un despiste. Que no sabía que le estaba pasando. Yo le respondí que daba igual, que no se preocupara, pero que me dejase bajar ahí mismo. Ella no me dejó. “Tranquilo, tranquilo, que ya te llevo a Granada”.
»No pasaron ni tres cuartos de hora cuando ella me volvió a decir que ya habíamos llegado. Estábamos en Yecla. ¡En Yecla! Le dije: “esto es otra vez Yecla”. “Ahí va, perdona, ¡qué despiste!”, me contestó. Le pedí otra vez bajarme del coche y no me hizo ni caso. Estábamos yendo otra vez hacia Moixent y le dije que esa no era la dirección. Ella me contestó muy borde que sabía perfectamente cómo se iba a Granada y que no me iba a consentir que le diese lecciones porque me estaba haciendo un favor llevándome. “Muy bien”, le respondí. “Entonces para y deja que me salga del coche”. No me hizo ningún caso.   
            »A los 45 minutos estábamos otra vez en el puto Moixent. “¡Esto es el puto Moixent!”, le dije. “Si es una broma, no tiene ni puta gracia”. Ella me contestó que no era ninguna broma. A la media hora pasamos otra vez por Alcoy. Esta vez no paramos. Estábamos dando vueltas en círculo. Le dije que estábamos dando vueltas en círculo y que no íbamos a llegar nunca a Granada. Yo estaba cada vez más nervioso, pero ella también. Me contestó a gritos, mirándome a la cara y desatendiendo la carretera. Íbamos a 140 y creí que saltábamos por encima de la mediana. Me dijo: “Mira, tío: no es tu coche, no eres tú quien conduce. Así que no te quejes. Si tienes tan claro adónde quieres ir y por dónde quieres ir, ve tú solo por tus propios medios. Te compras un coche, un billete de autobús o unas zapatillas de hacer senderismo. Pero si vienes conmigo, en mi coche, vamos a ir por donde yo diga y punto”.
»Yo estaba asustado, tenía cada vez más miedo. Cada vez que le decía que me quería bajar, ella se ponía más nerviosa. Tenía verdadero miedo de que nos la pegáramos. Volvimos a pasar por Alcoy, Xixona, Elda… estaba acojonado. Me preguntaba qué quería de mí esa tía. Qué me iba a hacer. ¿Estaba loca o qué?
»Cuando llegamos a la carretera local que se desvía hacia Tobarra, aproveché un cruce, un tramo en el que hay que ir muy despacio, para abrir la puerta e intentar saltar del coche en marcha. Pero me olvidé de quitarme el cinturón. Ella se dio cuenta de que me lo intentaba desabrochar y que la puerta de mi lado estaba abierta. Me gritó: “¿qué haces?” Pegó un volantazo y nos fuimos derechos contra un coche que venía de frente. ¡Y crash!
»Creo que en algún momento debí salir disparado por la puerta. Recuerdo haber oído un estruendo, como de cristales rotos. Recuerdo dar vueltas y recibir golpes. Nada más. Lo siguiente que recuerdo es esta habitación.

El anciano se ha quedado dormido y ronca suavemente. El joven está mirando al techo, que en sus ojos aparece distorsionado por las lágrimas, y acaba de tener una idea.
–Abuelo. Abuelo, despierte.

**

La enfermera ha vuelto a entrar en la habitación. Ha dejado dos asquerosos menús de hospital sobre una mesa y ahora está mirando hacia todas partes. Abre la puerta del baño. Abre el armario ropero. A continuación, se dirige hacia la cama del anciano.
–Oiga, señor Juan.
–¿Sí? –responde el viejo.
–¿Sabe, por un casual, adónde ha ido el joven que estaba en la cama de al lado?
–No.
–¿No?
–Le he dejado mis muletas.
–¿Qué? ¿Cómo? –exclama la enfermera– ¡Pero bueno! ¿Cómo se le ha ocurrido hacer eso?
–Es que me las ha pedido. Me ha dicho que se las dejara, que tiene que ir a buscar a una amiga suya que también está en el hospital. Estaba muy preocupado
–A ver, señor Juan. No hay ninguna amiga de ese chico en el hospital.
–Él me ha contado que estaba en un coche, con una chica. Conducía ella. Y tuvieron un accidente.
–Ya. Eso es lo mismo que le contó al conductor de la ambulancia que le recogió y a la Guardia Civil, que le tomó declaración antes de que le metiéramos en el quirófano. Por lo que yo sé, al chico le han debido atopellar. Ha aparecido tirado sin más en una cuneta de una carretera que no tiene casi tráfico. No hay ningún coche rojo involucrado. Ni ninguna chica. La policía ha estado buscando y no hay ningún vehículo accidentado en los alrededores, ni ninguna otra persona herida. El suyo es el único ingreso por accidente de circulación que hemos tenido hoy.
El anciano reflexiona un momento.
–Oiga, enfermera. Si el joven no vuelve, ¿me puedo comer las natillas de su postre?

jueves, 2 de diciembre de 2010

El Sistema

El sistema
Sergio López, 2010

-Lo siento, es el sistema, -dice ella mirando la pantalla de su ordenador. Los inexorables menús desplegables de la pantalla de su ordenador.
-¡No puede ser! -exclamo yo, alarmado-. ¿Está segura?
-Totalmente -responde-, he metido su nombre en el sistema y me dice que usted está dado de baja por incumplimiento de los términos 16.2 y 18.3/B del contrato de permanencia.
-¡Tiene que haber habido un error!
-El sistema no se equivoca.
-¿Cómo?
-El sitema dice que está usted dado de baja en el sistema. Sálgase de la cola, por favor. ¡Siguiente!
-Esto es una vergüenza.
-Deje de estorbar, ¿quiere hacer el favor? ¡Siguiente!
-¡Quiero poner una reclamación!
-En nuestra página web hay un formulario de sugerencias. Tambien puede ponerse en contacto con nuestro call center.
-¿No puede darme una hoja de re...?
-No. Le he dicho que yo no puedo hacer nada. Hable con nuestro call center. Y apártese de la cola de una vez.
-Pero...
-¡Siguiente!
Mientras le dice a la chica que va detrás de mi en la cola que me adelante, ella ha pulsado un menú desplegable de la pantalla táctil de su ordenador. Cuando me echo de ver, dos enormes agentes de seguridad me tienen cogido cada uno de un brazo y me sacan en volandas del edificio de la que hasta hace diez años se conocía como Biblioteca Nacional y ahora se llama madrid movistar Liverary!. Antes de arrojarme sobre el duro asiento trasero del coche patrulla de Securitas, uno de los dos gorilas me mira con una mirada algo así como cómplice y se disculpa:
-Lo siento, es el sistema.


jueves, 25 de noviembre de 2010

Solo debe quedar uno

Solo puede quedar uno
Sergio López, 2010

–Mira esta comida. Qué asco –susurró Álex, señalando el interior de la nevera– ¡Comprar en el Lidl es el paso inmediatamente anterior a coger la comida de la basura!
–Estoy harta de que siempre insinúes que mis amigos son mediocres –respondió Marta, mientras cogía cervezas del refrigerador–. ¡No son más mediocres que la mayoría! ¡No sé qué te has creído!
            El novio de Marta, había accedido a regañadientes a asistir al cumpleaños que uno de los mejores amigos de ella, Carlos, celebraba en su casa de Móstoles. Era la primera vez que Álex se aventuraba en ese entorno y procuraba no tocar nada de aquella casa pequeña y decorada con pésimo gusto. Si se veía obligado a hablar con alguien, intentaba mantenerse a una prudente distancia de su aliento.
            Álex era mayor que Marta. De hecho, lo era mucho más de lo que parecía a simple vista. Él había sido primero su profesor de Pensamiento Político de en la Universidad Pontificia. Después había sido el tutor de su tesis doctoral. En algún momento comenzaron a acostarse y al cabo de un tiempo que ni ellos mismos sabran precisar ya eran una pareja estable.
         Álex parecía adorar a Marta, pese a que a veces ella olvidase que la mayoría es mediocre y que la mediocridad es mayoritaria (“por definición”). Y a pesar de que sabía que más pronto que tarde tendría que alejarse de ella. Siempre le acababa sucediendo lo mismo.
Marta quería a Álex, a pesar de que le pareciese un pedante y un pijo.
            –¡Coge un poco más de tortilla, Álex, que no has comido nada! –ofreció Carlos.
      –No, gracias –dijo Álex intentando disimular el asco que le producía esa tortilla precocinada y recalentada–. No tengo mucha hambre.
     No se lo estaba pasando muy bien. Ninguna de las conversaciones de ninguno de los grupitos de invitados le producía el menor interés. La mayoría eran idénticos, pensaba, a la imagen que se había formado de ellos. El resto eran aún peores. La solución era emborracharse un poco para hacer que el tiempo pasara más rápido. El tiempo era una cosa muy relativa.
Sabía que si bebía era probable que no se cumpliera su deseo de pasar absolutamente desapercibido, pero asumió el riesgo. El quería optar por un perfil lo más discreto posible porque aparecía con cierta frecuencia en la televisión regional y no le apetecía que nadie le reconociese y le diese la tabarra. Finalmente, no pudo evitar ser uno de los dos grandes protagonistas de aquella noche.
–¿Has visto por aquí el Beefeater, Marta? Creo que voy a preparar un gin–tonic.
–En la mesita del salón –señaló–. Es decir… que conduzco yo de vuelta a Madrid, ¿no?.
–…eh, sí –algo acababa de alterar a Álex–, si no te importa. Oye –susurró–, ése de ahí, el de las patillas y la cabeza afeitada, ¿quién es?
–Es Samu, el novio de Berta –respondió Marta, con naturalidad.
–Joder. Parece un skinhead.
–Es un skinhead. Un skinhead de izquierdas. Sharp.
–¿Dónde me has metido? –preguntó Álex mientras vertía ginebra en su vaso.
–Oh. Que no te engañe su aspecto. Es un cacho de pan. Estudia arte dramático.
–Y la chica rubia con tatuajes que está a su lado…
Marta miró a Álex con suspicacia. Lo que había preocupado a Álex no era ni la ideología, ni la estética ni los brazos de Samu.
–Esa es la novia de Carlos, Emma. No la conozco demasiado.
–No pegan mucho, ¿no?
Quién es, pensó Álex. Conocía de algo a esa chica de pelo rubio oxigenado. Era delgada y llevaba unas mallas de leopardo, un montón de pendientes y una camiseta sin mangas que dejaba ver unos brazos llenos de tatuajes. Tenía la impresión de haber tratado con ella en algún lugar hacía mucho tiempo. Pero, ¿dónde? ¿cuándo? ¿Podía ser que…? No. Aquello era imposible. O, al menos, tan improbable que no merecía la pena tenerlo en consideración. Sintió un escalofrío y le dio un largo trago a su bebida. Marta notó algo raro. Él notó que ella notaba algo raro. Señaló discretamente a otro de los invitados.
–Y ese de la perilla y la cresta.
–¿Ese? Roberto. Entrenador de fútbol y miembro de una ONG que trabaja con niños de familias sin recursos.
–Vaya, que majo. Si me lo encuentro por la calle me cruzo de acera, de barrio y de término municipal.
–¡Álex!
Álex dio otro trago. A medida que bebía se hacía más patente que no conseguiría pasar desapercibido. Carlos, Berta y otros amigos de Marta mantenían una animada charla sobre sueños premonitorios. El profesor universitario les interrumpió.
–La mayoría está tan perdida que busca símbolos y señales. Pistas. Sueños premonitorios, presentimientos. También hay símbolos en la realidad que supuestamente nos dicen como hemos de actuar. La mayoría busca un orden en el caos y provoca las premoniciones. Si se rompe la pulsera que te regaló, malo. Si se pierde el anillo, malo. Si te llama justo cuando estabas pensando en ella, bueno. La pulsera, el anillo y el teléfono móvil se convierten en objetos mágicos. Es puro animismo. Puedo aseguraros que en 2.500 años no ha cambiado absolutamente nada.
Nadie dijo nada más al respecto.
–Voy a por un poco más de tarta. Está buenísima –se disculpó Marta.
El grupito se disolvió y Álex se quedó de pie con su copa en la mano. Con su pelo entrecano, sus pantalones de pinzas y su polo beige no pintaba nada entre la concurrencia. Idiotas, pensó, podría contarles historias increíbles, historias que les dejarían con la boca abierta hasta Semana Santa. Pero, bah, no se lo merecían.
Minutos después un chico de 27 años, homosexual, intentaba entablar conversación con él.
–Espero que Carlos no vaya a sacar el Sing Star –dijo, con impostada alarma–. Son un auténtico coñazo cuando se ponen a cantar.
–Lo máximo que espero de esta noche es que nadie me haya robado la chaqueta que he dejado en la habitación.
Peor fue cuando Álex se tomó su cuarto combinado alcohólico y empezó a hablar de política.
–Me niego a creer que mi voto valga lo mismo que el de un analfabeto funcional que no muestra la menor inquietud por lo que le rodea. De hecho no lo vale, todo el sistema electoral es una farsa para tener contenida a la masa. En los sistemas capitalistas el verdadero voto no son las papeletas electorales, sino el capital, intelectual y económico. La capacidad de influir económica o intelectualmente sobre los decisores o ser uno de ellos. Y ese voto está restringido a una minoría. Siempre ha sido así. Afortunadamente.
Las ideas elitistas del catedrático levantaban ya algunas ampollas en la Universidad Pontificia y en los medios de comunicación conservadores. En la fiesta de Carlos eran directamente tenidas por un insulto. Álex solía decirles a sus alumnos que él era “incluso anterior a Ortega”, cosa que estos interpretaban en sentido figurado o en tono de broma, pero que en realidad era cierto. Álex era muy anterior a Ortega.
Se dirigió al baño, pero alguien le flanqueó la entrada.
–No intentes engañarme, Alexander. Sé que eres tú.
La novia de Carlos estaba en frente de Álex, mirándole con ojos encendidos de odio.
–Sé que eres tú –repitió ella.
–Sí –Álex devolvió la mirada retadora a aquella mujer–. Vaya una sorpresa encontrarte aquí, Himilce. Pensaba que no estabas ya entre los vivos.
–Muy propio de ti y los tuyos, Alexander. Dar por muerto al enemigo antes de tiempo.
–Estamos ganando.
–Siempre estáis ganando. Lleváis ganando miles de años. Bah. Camináis triunfantes, victoria tras victoria… hacia vuestra derrota final.
–Veo que has elegido un aspecto muy adecuado a tu condición plebeya. Siempre fuiste una arrabalera. Recuerdo que en Roma vivías en el Aventino, entre las ratas. Con las putas.
–Y tú, Príncipe Alexander. ¿Qué es lo que eres tú? En Moravia empalabas a los campesinos en la puerta de tu castillo y hoy das cuartelillo teórico a los locos de la guerra preventiva y el liberalismo salvaje. Y encima eres tertuliano en Telemadrid. ¡Genocida!
–Lo de Moravia… eran otros tiempos. Si quieres hablamos de lo que hiciste tú en la Unión Soviética. Lo que me jode realmente de ti y los tuyos, Himilce, es que no queráis daros cuenta los que somos como tú y como yo somos mejores que esos campesinos. Esos campesinos no merecen tu compasión, estúpida.
–Nadie es mejor que nadie, nazi de mierda. Ni siquiera los que somos como tú y como yo. Todas las vidas valen lo mismo. Solo los locos sádicos como tú que no entienden que todas las vidas valen lo mismo merecen morir. La gente como tú sois el mal de la humanidad.
–Vosotros sí que sois una amenaza para la humanidad. Refugiados en la masa, en la mediocridad. Tenéis miedo de vuestra individualidad. Queréis que el individuo se diluya. Bah. Meter a todo el mundo en sacos y ponerles etiquetas. Eso sí que es un peligro para la humanidad. No somos iguales, Himilce. Los hombres no son iguales.
–Querrás decir los seres humanos... No, mujeres y hombres no somos iguales como individuos… afortunadamente, no me parezco en nada a ti… pero sí lo somos en derechos y deberes.
–No me vengas con cháchara del siglo XVIII. Esa historia está muy bien para contársela a los niños, pero no es verdad y, en última instancia, es nociva. Esa filosofía atenta contra la naturaleza. Va en contra lo que nos ha hecho evolucionar y no ser amebas en una charca: la supervivencia de los más fuertes.
–¡Qué idiotez! Evolucionar… si fuera por ti y los tuyos viviríamos en la Edad Media y ni siquiera los más privilegiados podríais vivir la mitad de bien de lo que vive la mayoría ahora.
–¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿No tienes ningún otro argumento?
–Tú lo has dicho: basta de cháchara.
–Es cierto. Lo nuestro no se puede solucionar con palabras. Solo debe quedar uno de los dos.
Marta y Carlos nunca tuvieron una explicación. De repente las dos personas que habían situado en el centro de sus vidas se habían esfumado sin dejar rastro. Como hubo gente que vio a Álex y a Emma marcharse al mismo tiempo, muchos asumieron que habían decidido fugarse juntos. Una especie de aventura amorosa especialmente cruel para sus, hasta entonces, parejas. Otras personas apuntaron que les habían visto discutir en la puerta del baño, lo que aún añadía más confusión al asunto. En fin, especular es gratis. Lo único que quedó claro es que los dos desaparecieron de la fiesta y nadie volvió a saber nunca nada de ninguno de ellos. Se desvanecieron como si nunca hubieran existido. Como si más que personas, hechas de carne y hueso, fuesen solo ideas abstractas cubiertas por un poquito de piel humana. Como globos rellenos de un material muy ligero, sin peso suficiente para que la gravedad les mantuviese anclados a la realidad cotidiana. Marta y Carlos terminaron olvidándoles.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Segunda mano

Segunda mano
Sergio López, 2010 

“Discos Areusa. Compraventa de discos de segunda mano. Entrada por acceso peatonal al parking”. Un hombre alto, con pelo largo y gabardina, comprobó en una libreta que el nombre coincidía con el que tenía apuntado y bajó las escaleras que conducían al subterráneo.
Ahí abajo, en aquel sótano que olía a orín, Cosme llevaba 22 años regentando su tienda de discos usados. Y nada hacía suponer que ese día pudiera ser distinto a cualquier otro de los días de aquellos 22 años. La vida de Cosme era monótona y se limitaba a su trabajo, un trabajo monótono cuya norma fundamental era poner mala cara cuando alguien venía a vender discos. Cosme examinaba la mercancía como si le diera asco tocarla, la adquiría por un precio ridículo y la revendía por prácticamente lo que costaba en la Fnac. Por alguna incomprensible razón, una amplia parroquia de clientes habituales mantenía el negocio en marcha.
El hombre de la gabardina entró en la tienda y caminó por entre los expositores sobre los que varios compradores rebuscaban, intentando encontrar algo entre el desorden absoluto –Anthrax al lado de Carlos Gardel, etc. –. Como las existencias estaban integradas por aquello de lo que la gente se deshacía, la sección de música estaba llena de discos de Enya y Mike Oldfield y no había ninguno de Aretha Frankin ni de John Coltrane, por más que los compradores se afanaran por encontrarlos.
El hombre de la gabardina no se paró a considerar la mediocridad del catálogo. Fue directo hacia el mostrador. Allí, Cosme terminaba de examinar los discos que le acababa de traer un chico de unos dieciocho años.
–Este ya le tengo y no le doy salida... Este otro… nada, mierda pura… ¿Y, éste? ¿Fito y los Fitipaldis? ¿Quién cojones es éste?
–Es el cantante de Platero y Tú. Este es su primer disco en solitario. Lo sacó hace un año. Es muy bueno –explicó el cliente.
–Lo que tú digas, pero yo maquetas no quiero.
–No es una maqueta.
–Bueno, es igual –zanjó Cosme–. A ver ¿Qué es lo que pides tú por estos discos?
–Pues, no sé…
–No. Dime tú un precio. Dime lo que tú pides por ellos. ¿Cuánto crees que valen?
–Pues estos, los de los Rolling y los de los Clash son buenos, por lo menos 500 pesetas, cada uno. Los otros, vale que sean menos conocidos, pero… pues, no sé, ¿5.000 pesetas por todos?
–Mira –Cosme sonrió e hizo una pausa dramática mientras sostenía en alto los doce CDs con la mano izquierda–. Esto no vale nada.
–¿Cómo que nada?
–Nada. Esto no se vende. Y, si se vende, se vende muy mal. Cuanto peor se vende, menos vale… son las leyes de la oferta y la demanda, no me las he inventado yo. Yo no puedo comprar cosas que sé que voy a tardar en vender. Tengo la tienda llena y ya no doy abasto. Estamos a tope. No tenemos sitio para más discos.
Cosme devolvió los discos al joven, que no dijo nada.
–Haciéndote un favor –retomó Cosme–, puedo darte 1.700 pesetas. Para que no te vuelvas a casa cargado. Te estoy haciendo un favor –recalcó.
El joven, tras unos segundos de indecisión, indignación y aspaviento, accedió.
Cuando se marchó el chico, Cosme quedó frente a frente con el hombre de la gabardina, que le miraba a través de unas gafas de montura fina.
–¿Qué deseaba? –preguntó Cosme. Estaba ligeramente inquieto y no sabía por qué. Día tras día entraban en su tienda decenas de personas de lo más extraño y poco recomendable, desde frikis adictos a las rarezas musicales hasta yonkis que vendían sus discos de Raimundo Amador y Morente para comprar una dosis más de heroína. No sabía por qué le alteraba un individuo que, para empezar, vestía de forma bastante correcta.
–Venía a traerle un disco.
–No compro discos sueltos.
–No. No me entiende. No vengo a venderle un disco. Vengo a traerle un disco. Tome, es suyo.
Era un disco de vinilo de siete pulgadas. Venía dentro de su correspondiente carátula de cartón, solo que en la carátula de cartón, blanca, no ponía nada.
–No me fío de nada que sea gratis. Nada es gratis.
El hombre de la gabardina hizo caso omiso. Dejó el disco en el mostrador, se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
–Pero, oiga, espere –dijo Cosme.
–El disco es suyo –insistió el hombre sin girarse–. Le estoy haciendo un favor.
–En la carátula no hay nada escrito.
–Pues escríbalo usted.
¡Balam! La puerta se cerró tras el hombre y Cosme se quedó mirando el estuche del vinilo en blanco sin saber qué pensar.

Al día siguiente, Discos Areusa no abrió. El día de después, tampoco, y así sucesivamente. La madre y la hermana de Cosme denunciaron su desaparición a la policía. Los dos empleados de la tienda también estuvieron un tiempo indagando por su cuenta, intentando averiguar por qué se habían quedado sin empleo. Fue infructuoso: no se volvió a saber nada del jefe.
Once años más tarde, la concesionaria de los aparcamientos municipales, propietaria del local, alquiló de nuevo el espacio. Había permanecido vacío durante todo ese tiempo y, por sorprendente que parezca, los discos, los carteles, la caja registradora y todo lo demás permanecía igual que lo había dejado Cosme el último día que trabajó allí.
El nuevo arrendatario se llamaba Carlos y era un joven de 29 años que recordaba nítidamente haber vendido discos una vez en la vieja tienda y haberse sentido estafado. Eligió precisamente ese local por una cuestión de justicia poética: vendería los discos y el material que permanecía dentro y con el dinero amortizaría parte del esfuerzo económico de poner en marcha su negocio.
El local, aparte de oscuro y subterráneo, estaba en una zona degradada del centro de la ciudad. Todo eso, pegas para cualquier negocio normal, eran virtudes para la tienda de cómics súper especializada que él tenía en mente. Carlos, mientras el administrador le hacía entrega de las llaves del establecimiento, se imaginaba colas de fanáticos de Marvel llenando aquel sótano. Acababa de firmar el contrato de arrendamiento.
–Bueno, pues espero que tengas suerte, hijo, de verdad –le dijo el administrador del aparcamiento–. Ya te digo que hemos tenido el local sin ocupar once años. Nadie más lo ha querido arrendar.
–¿Podemos entrar ahora?
–Claro que sí. Ya tienes las llaves.
–Ah, pues… ¡perfecto! Voy a echar un vistazo.
Ambos se encaminaron desde el despacho de la administración del parking al local que todavía tenía el cartel de Discos Areusa.
–¿Qué le pasó a la tienda de discos? –preguntó Carlos–. Cerró hace mucho, ¿no?
–Cerró de repente hace 11 años. El dueño desapareció. No se volvió a saber nada de él. Se lo tragó la tierra. Yo creo que estaba harto, que se le hincharon las pelotas y se marchó, sin más. Igual ahora está viviendo una nueva vida en cualquier lado. Brasil…
El joven se quedó pensando un instante y respondió.
–Muy adecuado para un vendedor de discos de segunda mano. 
–¿Eh…? ¿Por qué?
–Bueno. Los artículos de segunda mano tienen una segunda oportunidad, una segunda vida.
El administrador pensó que el nuevo inquilino era un tanto raro.
–Bueno, chico, te dejo para que veas con calma lo que hay. Lo que te interese te lo puedes quedar y lo que no, lo sacas en cajas afuera y ya nos encargamos nosotros de liquidarlo. Estoy en el despacho, si necesitas algo. Hasta luego. –Se marchó y le dejó solo en el local.
Carlos se puso a rebuscar con deleite entre los discos. Olía a cerrado y a humedad y una gruesa capa de polvo lo cubría todo. Tras el mostrador había un tocadiscos. Comprobó que funcionaba pinchando varios de los vinilos que había ido seleccionando.
De repente vio algo que hizo que le diera un vuelco al corazón. La emoción le subió por la tráquea desde el pecho y terminó aflorando por sus ojos en forma de un par de lágrimas. Junto al reproductor, había una mesita y en ella, una pila de CDs y vinilos. Entre aquellos discos estaban todos los compactos que él había vendido 11 años antes por 1.700 míseras pesetas. Discos Areusa cerró el mismo día que él hizo aquel negocio ruinoso. Se le puso la piel de gallina de pensarlo.
En la mesita, al lado de aquellos discos que habían vuelto a él, había otra docena de grabaciones, tanto en formato compacto como en vinilo. De entre todas, una le llamó poderosamente la atención. Era un SP de vinilo de 7 pulgadas.  La carátula era blanca y no tenía absolutamente nada escrito. La curiosidad le distrajo de la fuerte impresión que se acababa de llevar. Sacó el disco de la funda y lo puso a dar vueltas en el tocadiscos.
Esperó a que comenzara a sonar la música, pero no sonó música ninguna. Tampoco voz, ni ningún ruido, a excepción de los chasquidos de la aguja.   
Al igual que la carátula, el disco estaba en blanco.

jueves, 14 de octubre de 2010

Contado pierde

www.contadopierde.blogspot.com




Contado pierde es el nombre del nuevo podcast de actualidad y porno que unos amigos y un servidor (me refiero a mí mismo, no al servidor de Internet donde se aloja) hemos puesto en marcha para regocijo de las masas. Si los términos 'vergüenza ajena', 'corrección política' y 'lesa majestad' no os dicen nada, estáis cordialmente invitaros a escuchar el primer programa.

Para el segundo prometemos resolver los fallos técnicos que hemos tenido en éste, derivados de nuestra impreicia, (mal sonido, final cortado, etc.). Asimismo, prometemos no resolver ninguno de los fallos morales, fruto de nuestra pésima educacación, (mal gusto, lenguaje soez, insultos a distintos colectivos, etc.)

martes, 12 de octubre de 2010

Tiempo

Hace tiempo tuve tanto miedo de perder el tiempo
(y soy tan desastre, lo pierdo todo),
que lo acabé repartiendo por ahí.
Y ahora estoy en deuda de horas y minutos contigo.
     Tenía miedo de perder mi tiempo
y se lo di  a otros, para que me lo guardasen.
Y ahora peleo para que me lo devuelvan
(y no es fácil).
      Exijo que me devuelvan cada minuto y cada segundo
invertido en fondos de escasa rentabilidad
que no me ofrecen, ni siquiera, una esperanza
de futuro, como la que me ofreces tú.
      Ahora que me he dado cuenta de que
no se puede ahorrar el presente
y que lo único que se puede almacenar es el pasado
y sólo sirve como lastre, exijo que me devuelvan mi tiempo.
      No lo quiero para mí, sino para gastármelo en ti.
Para invertirlo en lo único que merece la pena.
Para darte las horas, los minutos, los segundos,
los lugares, las palabras:
el tiempo y el espacio y los poemas que no son poemas.
     Porque no pienso que esté perdiendo el tiempo contigo,
sino ganándolo.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Cosas que no deberían estar ahí

Cosas que no deberían estar ahí
Sergio López, 2010

Tuercas en las bolsas de pipas, trazas de benceno en los snacks de patata frita, dedos humanos en las hamburguesas de una conocida cadena. El mundo está lleno de cosas que no deberían estar ahí, pero que están, como trozos de cristal en los botes de papilla para bebés. La compañía saca una nota de prensa asumiendo responsabilidades, pidiendo disculpas y anunciando una exigente investigación interna para aclarar los hechos y evitar que se vuelvan a repetir, pero, al final, lo único que queda claro es que nadie sabe cómo todas esas cosas que no deberían estar ahí llegaron ahí.
             Yo lo sufro en mis propias carnes, es decir, en mi propia materia gris. Un día me desperté y tenía un microchip en el cerebro. En un principio no sabía, por supuesto, que aquello era un microchip. Simplemente me dolía la cabeza y tenía la sensación de que algo dentro de ella cortocircuitaba algunos de mis pensamientos y reconducía otros por recorridos neuronales distintos a los habituales.
Empecé a vestirme bien, busqué otro trabajo, abandoné ciertas amistades, dejé el grupo de música y vendí la guitarra. Pero no era yo el que actuaba. Era aquello, lo que fuera, lo que dictaba las órdenes dentro de mi cabeza y yo me daba perfecta cuenta de ello: mi voluntad estaba secuestrada por otros, como un avión suicida. El terrorismo necrófilo había tomado el control de mi vida y me obligaba a poner rumbo hacia el futuro.
El problema no es darte cuenta demasiado tarde de que la vida va en serio, como decía Jaime Gil de Biedma. El problema es darte cuenta. Sin más. Era eso exactamente lo que me estaba pasando desde que tenía aquello en la cabeza. Algún hijo de puta me había inoculado en el cerebro el chip de la seriedad y la trascendencia (o intrascendencia) de la vida y encima no tenía ninguna pista de quién podía haber sido, más allá de que Jaime Gil de Biedma era tío de Esperanza Aguirre y de la fotógrafa Ouka Lele.
Los dolores de cabeza me atacaban cada vez más fuerte con su ejército de afiladas premoniciones aguijoneándome una a una cada neurona, así que, al final, -y aunque tengo cierto rechazo a los hospitales-, decidí acudir a un médico.
–Pues parece que es un microchip –me informó el doctor, blandiendo untuosamente la radiografía, blapp blapp–. Está justo aquí, chaval, ¿ves? –la radiografía le hizo coro, blapp, mientras señalaba con un boli un puntito de color negro– Justo aquí, en el hipotálamo.
Aquella palabra y el blapp de la radiografía me hicieron pensar en los ríos de aguas terrosas que recorren la sabana africana en los documentales de La 2.
–¿Y cómo ha podido llegar allí? –le pregunté.
–Pues no lo sé. Lo que puedo decirte es que hoy en día no es tan raro, chaval. No es tan raro. Hay estudios que dicen que el 70% de la población acaba teniendo un microchip en la cabeza. ¿O era el virus del papiloma lo que acaba teniendo el 70% de la población en algún momento de su vida…? Espera… Bueno, es igual, pon que sea el 70%... Y me parece hasta poco.
Lo siguiente que le pregunté a aquel médico de untuoso blandir de radiografía, blapp, es si me podía quitar el microchip de la cabeza. Su respuesta fue tajante:
–No.
Al parecer, según me explicó el doctor untuoso, los microchips que se anidaban en la cabeza de uno lo hacían de tal forma que se acababan haciendo imprescindibles en el funcionamiento cerebral. Si se extraían por las bravas uno corría el riesgo de volverse bobo. Yo le dije que no me importaba volverme bobo (en caso de que no lo fuera ya, que no lo tengo tan claro), pero él me dijo que eso la Seguridad Social no lo costeaba.
De todos modos, el médico era un tipo bien majo y me dio toda una serie de contraconsejos para neutralizar parcialmente las órdenes del microchip (si os interesan, otro día os los explico). Con eso y con gin-tonics, de momento, voy tirando.
Y, hablando de consejos, la radiografía de mi cabeza vino muy bien un día que un amigo se dejó las llaves de su casa dentro. La deslizamos por la ranura de la puerta de abajo a arriba con un enérgico blapp y no hizo falta llamar al cerrajero.

viernes, 27 de agosto de 2010

Ortega y Gasset

Ortega y Gasset fue uno de los mayores pensadores españoles del siglo XX
y no le gustaba la poesía.
A Ortega y Gasset le costaba creer que alguien pudiera dedicar en serio su tiempo a leer o escribir poemas.
Quizá Ortega y Gasset y tú seáis demasiado inteligentes para la poesía.
Quizá hay un límite por encima del cual no se aprecie la poesía:
Quizá sea necesaria cierta dosis de ñoñez y cursilería
para que uno pueda leer o escribir poemas sin sonrojarse.
Quizá la inteligencia mate a la poesía
igual que el conocimiento mata al amor.
Hay quien dice que el enamoramiento se acaba cuando
se conoce de verdad quiénes son esas otras personas.
Pero, en realidad, nunca tenemos ni puta idea
de lo que hay en la cabeza
de las otras personas.
No tenemos ni idea,
por eso hay esperanza.
Por eso y porque, además,
Ortega y Gasset
era un jodido elitista.

lunes, 23 de agosto de 2010

No soy yo

No hagas caso de mis palabras:
mis palabras no son yo.
No hagas caso de mis acciones:
mis acciones no son yo.
No me hagas caso
porque yo tampoco soy yo.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Ya estamos aquí

Nuestra pequeña contribución a la canción del verano...



Videoclip del tema de Proyecto Kostradamus 'Ya están aquí', perteneciente a nuestro último trabajo, un maxi-single homónimo que será en breve editado por WC Records.

lunes, 16 de agosto de 2010

"El arte es lo que te pasa si te quedas en Altamira más tiempo de la cuenta"

Entrevista con Akrihurait, el Imberbe, pintor rupestre
"El arte es lo que te pasa si te quedas en Altamira más tiempo de la cuenta"


Después de un merecido tiempo de reflexión y descanso vuelve a EN LA OFICINA NADIE SOSPECHA NADA Precursores, nuestra serie de entrevistas históricas. Por este espacio, dedicado a la divulgación de la vida, obra y pensamiento de aquellos que fueron verdaderos pioneros de lo suyo, han pasado hasta ahora ilustres personajes como Paramecio Jack, inventor de la reproducción sexual, el mono Ugh-ugh-ack, creador de la evolución o Kurk Uruk, descubridor del fuego. Esta vez entrevistamos Akrihurait, el Imberbe, el hombre que pintó las cuevas de Altamira.
BIO: Akrihurait el Imberbe nació en el año15.025 antes de Cristo en la actual Santillana del Mar (Cantabria). En 15.010 a. C. pintó los frescos de las Cuevas de Altamira, considerados la Capilla Sixtina del arte rupestre.

Pregunta. Existe una gran discusión entre los prehistoriadores que usted, señor Akrihurait, como autor de las pinturas rupestres que adornan la famosa gruta de Altamira, nos puede ayudar a resolver. ¿Cuál es la finalidad de su obra?
Respuesta. Repíteme la pregunta, tronco, que creo que no me he enterao.
P. Quiero decir… el objetivo. ¿Qué objetivo perseguía usted al pintar bisontes y caballos en las paredes? Los prehistoriadores no se ponen de acuerdo: unos dicen que tenían un significado religioso, dado que ustedes, supuestamente, adoraban a dioses zoomorfos. Otros mantienen que tienen un carácter propiciatorio, ya que presumen que ustedes creían que, si pintaban animales en las paredes, después habría buena caza.
R. Pues… no sé, pavo. Pon que es lo de los cloroformos, por ejemplo.
P. ¿Cómo?
R. No sé, tronco. Si tienes que poner algo pa que la peña o tu jefe o quién sea se queden tranquilos, pos pon que sí: que eran colorformos de ésos.
P. Creo que no ha entendido la pregunta.
R. Pos… la verdajquenó. Ej que te explicas como el ojete, macho.
P. A ver. La pregunta es por qué pintó usted las cuevas de Altamira.
R. Por qué. Yo qué sé. No me acuerdo, tronco. Ese día había estado mascando hojas de salvia con mis colegas y estaba to puesto, tío. Pero, vamos, supongo que básicamente las pinté porque molan mazo.
P. Porque molan…
R. Claro, pavo. A mi me mola mazo pintar. Pinto porque sí, tronco. Voy por ahí con mi caña y con mis pigmentos naturales y pinto las paredes. Porque me da la gana. Y me suda toa la polla lo que digan mis viejos.
P. O sea, que lo que le motivó no fue una finalidad espiritual, ni práctica, sino simplemente estética. Muchos piensan que lo que hizo usted en Altamira era exactamente eso: simplemente arte, una de las primeras expresiones de arte puro. ¿Cuál sería, señor Akrihurait, su definición del arte?
R. El arte… el arte es lo que te pasa si te quedas en esa cueva más tiempo de la cuenta, tronco. [Akrihurait, el Imberbe se ríe]
P. Eh… ejem. Y… ¿por qué pintó esos animales en concreto?
R. No sé, tío. Me molan mazo los visones.
P. Er… lo que hay pintado en Altamira no son visones, sino bisontes.
R. ¡Eso! Siempre los confundo. De todos modos, los bisontes son como visones, pero más grandes, ¿no?
P. En realidad no. Yo creía que en una sociedad como la suya, que vivía de la caza, era inexcusable un profundo conocimiento cinegético.
R. ¿Lo qué?
P. La caza, la caza. Yo siempre me había imaginado que usted sabría un montón sobre caza: animales, técnicas…
R. Una mierda, ¡qué va! Eso mi viejo. Yo paso de cazar. No quiero ser cazador.
P. ¿Y qué quiere ser, entonces?
R. No lo sé. Ya veré. Pero cazador no.
P. ¿Por qué ese rechazo a seguir con la tradición familiar?
R. No quiero saber nada de mi viejo. Según tú dices, lo que pinté en la cueva de Altamira lo peta mazo, ¿no? Pues… ¿te puej’ creer que me tuvo un mes castigao por haberlo pintao?
P. Vaya…
R. Ya te digo.
P. Bueno… creo que hemos terminado, señor Akrihurait. Muchas gracias por el tiem...
R. Pues chachi, tronco. Ey, ¿te apetece mascar unas hojitas de salvia? [Akrihurait saca una boslita de cuero de entre los pliegues de las pieles con las que se cubre].
P. Ehm… gracias, pero no.

LEA AQUÍ MÁS ENTREVISTAS DE LA SERIE PRECURSORES

jueves, 12 de agosto de 2010

La frontera

Veo la frontera, el límite, el lugar hasta el cual puedo llegar.
Y tú estás al otro lado de ella, más allá.
Quizá no demasiado lejos, pero sí al otro lado,
más allá del check point.
“Hasta aquí puedes llegar”, me dicen esos cabrones.
A veces podemos acercarnos, cada uno a nuestro lado de la alambrada;
escucharnos y entendernos,
porque parece que se habla el mismo idioma
en nuestros respectivos territorios.
Pero otras veces no.
Hay palabras secuestradas, palabras que no llegan
y palabras que llegan al otro lado violadas y preñadas de significados bastardos.
El lenguaje, violado por la Policía de mi mente que no me deja pasar al otro lado.
Quizá nuestros dialectos no sean tan parecidos. Quizá, simplemente,
no hablemos lo suficientemente alto y claro. Hay mucho ruido.
Quizá me he quedado callado.
Quizá te has quedado callada.
O, quizá, nos empeñemos en utilizar una lengua muy antigua
que yo nunca aprendí del todo y a ti se te está olvidando.
Me gustaría entender todo tu mensaje
y, al mismo tiempo, que tú me comprendieses siempre.
Seguramente eso será imposible, pero,
en todo caso, me gusta escuchar tu voz.

lunes, 9 de agosto de 2010

Cita

--"La felicidad depende del grado de habilidad que tengas para elautoengaño. En ese sentido, el amor es el principal mecanismo desupervivencia que nos ha dado la naturaleza".
 Woody Allen, hoy en Público 

domingo, 1 de agosto de 2010

Opel Kadett

Este es mi coche. Era mi coche, mejor dicho. Porque ya no es mío (eso seguro) y, además, lo mas proble es que tampoco sea de nadie más, que ya no exista como tal, sino como miriadas de piezas de recambio, adquiridas en desguaces cutres.

Una cosa que llevo años queriendo saber es cómo y dónde terminó mi coche: ¿Desguazado? ¿Incendiado después de ser utilizado como kunda? Las kundas, para quien no lo sepa, son los "taxis" de los yonkis. Cubren la ruta entre la Glorieta de Embajadores y la Cañada Real, la gran favela de Madrid, a 15 kilómetros del centro y alejada de la vista del ciudadano medio. El otro día estuvo apunto de embestirme una de ellas cuando pasaba por la calle Fray Luis de León con mi bici y se me ocurrió que sería algo bastante triste ser un ciclista atropellado por cuatro heroinómanos intentando conducir un coche robado.

He de decir que el Cuerpo Nacional de Policía no me ha ayudado para nada, hasta la fecha, a satisfacer mi curiosidad sobre el paradero final de mi coche. Un agente de la comisaría de Móstoles me aseguró que estaban buscando mi coche "por tierra, mar y aire" antes de estallar en una carcajada delante de mis narices la segunda o tercera vez que fui por allí a preguntar si se tenían noticias del vehículo, después de haber denunciado el robo.

Dentro de tres meses se cumplirán cinco años de su triste desaparición, nunca aclarada. Si alguien lo ha visto circulando por las carreteras de España durante este tiempo, agradecería que me lo comunicara. Sería muy feliz sabiendo que mi coche, el que fue mi compañero de viajes durante tres años, ha tenido una nueva vida. Aunque ya digo que veo bastante imposible que el coche acabara intacto. Si alguien ha adquirido un repuesto de Opel Kadett en estos últimos años, que piense que bien puede estar llevando con su coche un trocito del mío.

En definitiva, si alguien sabe algo de mi coche, que me lo diga: sería importante para mí. Recuerdo viajes legendarios por carreteras de mierda en los que invariablemente alguno de mis acompañantes en el asiento de atrás se empeñaba en encenderse un porro justo cuando nos cruzábamos con un coche patrulla. Desde entonces no he vuelto a tener coche. O, mejor dicho, no he vuelto a tener dinero para tener coche. A los pocos meses del robo me fui a vivir de alquiler a Madrid. Y hasta ahora.

Con mi opel Kadett recorrí las carreteras nacionales y secundarias de España sin aire acondicionado, ni airbag ni cinturones de artás, ni miedo a nada, excepto a que la Guardia Civil nos parase. Era una época loca que se acabó cuando me robaron el coche. Igual me hicieron un favor. Ahora no conduciría habiendo bebido, ni me saltaría el límite de velocidad, ni tendría sexo sin precauciones en el asiento de atrás. Ahora tengo demasiado miedo para hacer cosas, es decir, soy responsable, es decir: soy mayor, he madurado... pero, paradójicamente, no tener coche me hace sentirme menos maduro que entonces.

miércoles, 28 de julio de 2010

Lastre

Cada vez que quieras
salir volando por la ventana estaré allí, lastre de tu voluntad,
para recordarle a la gravedad

que tiene que tirar de ti hacia abajo
a nueve metros por segundo y dejarte chafado
contra el suelo, a mi lado. ¿Recuerdas

que una vez me pediste que no me fuera?
te hice caso.  Al final me quedé y puedes verme dibujada
en esas líneas retorcidas de tu cerebro

y en cada uno de los espejos enfermos
que hay en tu habitación
y me ves siempre que te asomas

y ya no te gusto
y ya no te gustas

lunes, 26 de julio de 2010

Las cosas claras

Las cosas claras
Sergio López, 2010

Al taxista le gustaba Peñaranda de Bracamonte, eso estaba claro. Varias pegatinas en la parte trasera de su vehículo proclamaban, con distintos colores y tipografías de mal gusto, su oriundez. La reiteración del sonoro nombre de aquel pueblo salmantino certificaba que al taxista le gustaban las cosas claras y que él no era de ningún otro sitio, como Consuegra, Hellín o Baños de Ebro. Al taxista le gustaban las cosas claras y le gustaba escuchar una emisora de radio en la que, según él, decían las cosas claras… aunque, en realidad, aquella emisora sólo escupía basura fascista. Pero eso no viene al caso. El caso es que al taxista le gustaban las cosas claras. Y, además, resultó ser un filósofo.

–Me dijo usted que iba a la calle Embajadores. ¿No? –dijo al cabo de llevar un rato en silencio escuchando su emisora favorita de basura fascista.
–Sí. –dije yo. Era un sí impregnado de nerviosismo. Llegaba tarde. Demasiado tarde.
–¿Exactamente a que altura?
–Déjeme por la glorieta.
–Pero, exactamente, ¿en que parte de la glorieta? En la Glorieta de Embajadores se cruzan la calle Embajadores y las Rondas de Atocha y de Toledo.
–Pues no sé. Donde le venga mejor a usted.
–A mí me viene bien donde a usted le venga bien.
–Pues donde tardemos menos en llegar. A mí me viene bien lo que sea más rápido. No llego a tiempo.
–¿No llega a la hora?
–No. No llego a la hora.
–Haber empezado por ahí. ¿Cuál es el problema? ¿Que llega antes de la hora o que llega después de la hora?
–Pues… –aluciné pepinillos con la pregunta– pues, que llego después de la hora, claro.
–Entiendo. Si llegase usted antes de la hora, no sería un problema.
–No señor.
–¿A qué hora debería usted llegar?
–A las siete en punto.
–Pero ya son las siete y diez.
–Ya lo sé. No llego a la hora, ya le digo. Por eso he cogido un taxi en vez del metro, pero ya veo que ha sido un error. Con el tráfico que hay, nos deben quedar otros diez minutos.
–Es que tenía que haber empezado por decirme que usted quería ir a la Glorieta de Embajadores a las siete en punto.
–Y eso, ¿de qué hubiera servido?
–Eso, caballero, lo hubiera cambiado todo. Es evidente que para usted no es lo mismo llegar a las siete que a las siete y vente. Si no, no estaría sudando como está sudando.
–Obvio. Pero sigo sin ver…
–Usted llega tarde a una cita. Usted considera que esa cita es su última oportunidad para arreglar algo, pero está llegando tarde. Teme haber perdido la oportunidad de haber arreglado las cosas antes incluso de haber tenido la ocasión de explicarse. Todo por un desajuste entre su percepción subjetiva del tiempo y la velocidad a la que se mueven las agujas del reloj del mundo. Esa sensación de que las cosas le suceden justo en el momento menos oportuno…
–¿Cómo sabe todo eso? –busqué la mirada del taxista en el espejo retrovisor y encontré dos ojos vulgares que se perdían en el tráfico y que eran sostenidos por una nariz y un bigote vulgares. Joder. ¿Cómo podía saber todo eso?
–Tenía que haber hablado claro desde el principio, caballero. Tenía que haber dicho que quería que le llevase hacia a la Glorieta de Embajadores en el espacio y hacia las siete de la tarde en el tiempo.
–¿Cómo?
–Quizá también es que yo no se lo pregunté de forma clara. Es verdad, lo siento. Le pregunté adónde quería ir, pero no a cuándo.
–Pero, ¿se ha vuelto loco? ¿Qué pasa? ¿Es qué ahora los taxistas pueden viajar en el tiempo?
–Por supuesto.
–Me está tomando el pelo. Lo último que necesito ahora es que me tomen el pelo. Mire, me bajo aquí.
–No le tomo el pelo. Intento hablar claro, simplemente. Usted intenta aferrarse a un momento espacio-temporal y yo le digo que este taxi viaja en el tiempo.
–Pues lléveme al pasado, entonces. A las siete de la tarde.
–¿Por qué no al futuro?
–Váyase a la mierda.
–Entiendo su enfado. Las cosas claras: el futuro nos da miedo. El presente es la vida y el futuro, en última instancia, la muerte. Intentamos aferrarnos al presente, a aquello del presente que nos es grato, que nos hace feliz, que creemos que nos completa: por eso la posesión, por eso los celos, el ahorro, el capitalismo, el comunismo... todo mecanismos para intentar almacenar el presente. Ineficaces, por cierto: no se puede hacer acopio del tiempo presente. El tiempo es lo único que no nos sobra. A menor o mayor velocidad, todos nos dirigimos hacia el futuro.
–¿Me puede explicar qué me quiere decir con todo esto?
–Que al único sitio adónde no le puedo llevar es al pasado. Nadie puede, lo dijo Einstein. El pasado sólo existe cómo una impresión en nuestras neuronas.
–Pues déjeme en el presente, entonces –le rogué al taxista–, quiero quedarme en el presente.

El muy cabrón al final me llevó al futuro y, encima, me cobró lo mismo.

jueves, 22 de julio de 2010

Mi peor enemigo (3/3)

...Y desenlace.


VI 

Después de lanoche que vi a Raquel no regresé al chalet. Intenté llevar una vida lo másnormal posible en mi piso de Lavapiés.
Al cabo de varios días una idea empezó a brotar en mi cabeza. Alprincipio era como algo que tienes en la punta de la lengua, pero que noaciertas a decir. Las sinapsis de mi cerebro seguían trabajando por su cuenta,pese a mi estado general de estupefacción, y empezaban a darme señales de quesabían perfectamente cuáles eran los siguientes pasos.
Sin embargo, mi mente consciente aún se bloqueaba antes de que terminasede formular aquella idea de una forma tangible. Era un proceso subconsciente quese desencadenaba cada vez que pensaba en Raquel, la mujer de mi vida felizmentecasada con otro tipo que resultaba ser yo mismo. Tardé en identificarclaramente ese pensamiento como lo que era: la tentación homicida.
Mi amigo Norberto me solía decir que yo soy mi peor enemigo. Que teníauna actitud de mierda, destructiva, y que era mi baja autoestima me impulsaba ahacerme daño una y otra vez. A hundirme yo solo cada vez más. Esa idea de yomismo como mi peor enemigo me obsesionaba desde hace años. Incluso compuse unacanción para Surrender inspirándome en ella.

Eresmi peor enemigo,
nome puedo librar de ti,
memiro al espejo y te veo,
yono sé  que querrás de mí.

Sí, ya se querimar “de ti” con “de mí” suena un tanto ripioso, pero ya he dicho que nuncallegué muy lejos en el mundo de la música.
Llevaba tanto tiempo obsesionado con la idea de que yo era mi peorenemigo que acabé llegando a la conclusión de que tenía que derrotar a eseadversario y que la única manera de hacerlo era matándolo. Por eso salté delviaducto. Pero, en vez de morir, aparecí aquí. Algo tan absurdo que, porfuerza, tiene que tener algún sentido. Si sigo vivo en el momento deescribir es por una razón: porque no tuve éxito en el objetivo de matar a mienemigo.
Esa es la causa de que yo esté aquí. ¿Y las consecuencias?, tepreguntarás ¿Cuáles van a ser?
En ese sentido, todo lo que he leído sobre multiversos es bastanteconcluyente: no puede haber dos Javier Salamanca en la misma dimensión. Sobrauno. O sobran los dos. Mi misión aquí solo puede ser esta: terminar lo quecomencé cuando salté del viaducto. Eso es lo único que hará cobrar sentidoa mi existencia en este mundo.

VII

Quiero que quedeclaro que no lo hago porque mi yo en esta dimensión se parezca mucho al típicocabrón capitalista envuelto en palabrería progre que siempre he odiado. No esporque en las dos últimas semanas me hayan increpado varias veces por la calle,a causa del polémico expediente de regulación de empleo en Cyfr.es. No esporque haya adivinado la contraseña de su correo electrónico personal (no meresultó difícil: era el nombre de un gato que tuvimos de pequeños) y hayacomprobado que Javier Salamanca dista mucho de ser el hombre moderado, juiciosoy altruista que la mayoría cree. En realidad, acosa moral y laboralmente atodos sus empleados, los directivos que dependen de él casi no tienen vidapersonal y, además, se lo monta con la directora del departamento deresponsabilidad social corporativa, una tal Ingrid, a la que mantiene en unconstante tiovivo emocional, exactamente igual que hace con Raquel.
No es por eso. Ni siquiera es por los celos indescriptibles que me generapensar que él está con Raquel. Pensar que Raquel me dejó por mi otro yo me sacade mí mismo. Me desquicia saber por qué mi otro yo supo retenerla y yo no supe.  
Pero no es por eso. Es simplemente porque tiene que ser así. Porque tieneque haber un motivo para mi viaje interdimensional. Y esta es la única razónposible.
Reconozco que la idea de suplantar a mi otro yo me tienta, sí, pero sóloen un punto. No es por el dinero, ni por la fama. Nada de eso. Es,exclusivamente, por volver a estar con Raquel, aunque sólo sea una vez. Herepasado mentalmente como será. Ella me dirá que me nota extraño, mepreguntará  si me ha ido bien en el trabajo. Yo haré el signo enlenguaje de sordos para “cállate”, schhhhhhh, poniendo al final el dedo índiceen sus labios. Luego nos daremos un largo y cálido beso y dejaré que meconduzca a la cama. Sobrarán las palabras durante un buen rato. Nos agotaremosel uno al otro y terminaremos durmiéndonos abrazados y sudorosos.
Después de eso... no sé. La imagen anterior viene a mi mente de formacompletamente vívida, casi como si ya estuviera allí. Sin embargo, pensar enuna vida en común con Raquel y con Schrödinger en el chalet de Pozuelo no megenera en absoluto la misma sensación de verosimilitud.
Creo que lo más probable, de todas formas, es que yo desaparezca encuanto apriete el gatillo y descerraje un tiro contra la cara sorprendida de miotro yo. Termino mi misión incompleta y me esfumo de este mundo de forma tanincomprensible como vine. Me suicido. Es lo que parece más lógico, aunque¿quién sabe?

VIII

Estoy casiterminando. Sólo quedan dos horas para que mi otro yo empiece con su sesiónmatutina de footing y ya lo tengo todo preparado. Es sorprendente lofácil que resulta conseguir una pistola.
Si has encontrado y leído este manuscrito es porque he tenido éxito en laparte fundamental de mi plan y he matado a Javier Salamanca.
Si lo has encontrado tirado en alguna parte del camino por el que sueleir a correr poco antes de ir a trabajar, es que yo he muerto con él y me heesfumado.
Si, por el contrario, aparece dentro de muchos años en un estuche demetal junto al cadáver descompuesto de mi otro yo, es que yo he seguido convida después de matarlo.
Si se cumple esto último, el objeto de mi misión cobra nuevas lecturas:el Salamanca perdedor, el fracasado que ha tomado todas las decisionesincorrectas en su vida, el que sólo sabe hacerse daño a sí mismo, ha matado yse ha quedado con la vida del Salamanca emprendedor, el triunfador que haacertado en todo lo que suponía su propio beneficio, pero que no puede evitarhacer daño continuamente a otras personas.
No sé si esto contiene alguna enseñanza trascendental, la verdad, perosi sucede de ese modo, tendré el resto de mi vida para pensar en ello.
Lo que me ha pasado es algo tan extraordinario que en ningún caso me lopodía llevar a la tumba. Al menos eso pienso. Aunque también pienso que haberescrito esto podría ser sólo otro eslabón en mi larga cadena de equivocaciones quepuede costarme volver a arruinar mi vida. Otra vez. Quizá esto era una enésimaoportunidad y la estoy otra vez tirando a la basura.