sábado, 31 de diciembre de 2011

El limbo

El limbo
Sergio López, 2011

Se oye un leve pitido en la sala de espera, ¡pip!, y el teleindicador que mostraba el número R910 pasa a mostrar el número R911. El portador del número R911 se levanta y se encamina hacia el mostrador de REGISTRO. Es un hombre joven. Demasiado joven para estar ahí. Lleva una carpeta azul de gomas, llena a rebosar de una cantidad fabulosa de papeles y formularios. "Esta vez, sí", piensa. Por fin lo tiene todo para hacerse con el concurso y acceder a la plaza. La carpeta cae sobre la mesa con estruendo, ¡blam!, y el joven se toma un momento para recuperar el aliento antes de hablar.
-Aquí está toda la documentación que me faltaba, junto con la actualización de la que ya traje en su día. Tal y como me pedíais. La vida laboral, la solicitud de acceso, el expediente académico, la carta de recomendación del párroco de mi barrio y el certificado de buena conducta. Los formularios E310, E330 y E789. El aditivo E300 y el certificado de compra del líquido embalsamante. Todo fotocopiado, sellado, compulsado y por quintuplicado. Escrito en letra verdana 12 puntos, con interlineado doble, a una cara y metido en sobres A-4 sin lacrar.
-¿Trae el certificado de defunción? -pregunta uno de los dos funcionarios, desde el otro lado de la mesa.
-Desde luego -responde el joven-. Fue toda una aventura conseguirlo, pero aquí está. El certificado de defunción.
-Bien.

El funcionario recoge la montaña de papeles. Entre todos aquellos legajos, el certificado de defunción y la factura del líquido embalsamante tienen un extraño aspecto de materialidad. Los va colocando, uno a uno, en un cajón. La funcionaria que está sentada a su derecha le lanza una mirada de complicidad y al funcionario se le escapa una sonrisa irónica. Al joven no le gusta aquello.
-Eh, un momento. ¿Qué pasa? Os he traído toda la documentación que me pedíais. ¿No?
-Sí, sí, claro -responde el funcionario.
-Y la he traído en fecha, si no me equivoco. El plazo de alegaciones terminaba pasado mañana. ¿No?
-Correcto. El plazo de alegaciones concluye pasado mañana.
-Entonces, ¿qué pasa? Acabo de ver como os reíais de mi documentación.
La funcionaria de la derecha mira al joven con dulzura.
-Es que... A ver... tú vienes aquí, con toda tu buena intención, habiendo hecho las cosas bien. Habiéndote portado bien, como quien dice. Y nosotros no podemos evitar...
-Evitar qué, señora -inquiere el muchacho.
-Lo que mi compañera quiere decirte -añade el funcionario- es que... ya sabes cómo son estas cosas.
-No. No sé cómo son estas cosas -responde, enfadado, el joven.
-A ver, chico -pregunta la funcionaria-, ¿tú tienes padrino?
-¿Cómo padrino?
-Que si conoces a alguien en el comité de selección.
-No.
-¿No conoces a nadie en el comité de selección?
-¿A quién voy a conocer yo del comité de selección? ¿A San Pedro?
-Podría ser -dice la funcionaria-. Hay gente muy bien relacionada.
-Lo que mi compañera quiere decirte -continúa el funcionario- es que, si no tienes ningún padrino en el comité de selección, no tienes ninguna posibilidad de acceder. Ya sabes cómo son estas cosas...
-No. No sé cómo son estas cosas. ¿Por qué no tengo ninguna posibilidad?
-Si dices que te hemos dicho esto, lo negaremos. A ver: las plazas para el lugar al que tu quieres acceder  están ya dadas, tienen todas ya dueño...
-¿Qué?
-...y son todas para la gente que viene con padrino. Amigos.
-¡Pero -el joven está indignado- eso es una vergüenza! Entonces, ¿para qué se hace un concurso público?
-Hombre, hay que mantener las formas -responde la funcionaria.

El joven se ha puesto rojo de ira.
-Me he hartado -dice-. Llevo toda mi vida preparándome para acceder a este lugar. Toda mi vida. Y las últimas semanas me las he pasado, como alma en pena, reuniendo toda la documentación que me habéis pedido. He cumplido religiosamente todos los requisitos y mandamientos. Según el baremo que aparece en las bases que habéis publicado, mi puntuación debe ser altísima. De las más altas. Seguro. Pero ahora resulta que para entrar se te tiene que haber aparecido un santo.
-Bueno, yo que tú -dice la funcionaria, alisándose un pliegue de su túnica blanca-, lo seguiría intentando, mi alma. Total, tienes todo el tiempo del mundo. Y este es un muy buen puesto. Y es para siempre.
-Paso. He hecho todo bien durante toda mi vida y parece que no ha servido de nada. Se me ha agotado la paciencia. No aguanto ni un minuto más en el limbo. Me voy Abajo, que seguro que es mucho más fácil entrar.
-¡Uyyyy! ¡Abajo! -exclama la funcionaria- Lo de Abajo lo privatizaron, pero es muy difícil entrar, igualmente. Si no tienes contactos, muy complicado.
-Bueno -tercia el funcionario-, a veces, el mismísimo señor Cerbero entrevista personalmente a los candidatos a acceder a Lo de Abajo. Si le caes en gracia, tienes alguna posibilidad de entrar sin enchufe. Pero, para eso, tienes que demostrarle que eres un auténtico cabrón sin escrúpulos, cosa que veo complicada en tu caso.

El señor Cerbero es el jefe de admisión de personal de Lo de Abajo, del mismo modo que el señor San Pedro es jefe del mismo departamento en Lo de Arriba. El señor Cerbero es un perro de tres cabezas, mientras que el señor San Pedro es un anciano de barba blanca y aspecto apacible. Pero el funcionario no ha tenido tiempo de explicar nada de esto al joven: han tocado las dos en punto en el reloj de las oficinas centrales de las Puertas del Cielo y el funcionario, su compañera y el resto de empleados han salido volando (literalmente) o se ha desvanecido  mágicamente entre la bruma de las nubes. El joven se ha quedado sentado frente al mostrador vacío, mirando hacia la nada eterna y asumiendo que, pese a lo mucho que se ha preparado, le tocará quedarse en el limbo durante el resto de su muerte.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Cabeza de Bombilla (2ª entrega)

Cabeza de Bombilla (2)
Sergio López, 2011

De Chimeno se podía decir que era el listo de la clase. Pero no un listo empollón, repelente, que saca buenas notas, pero que es un inútil social. No. Sacaba buenas notas y, además, era el líder de la pandilla. Era muy maduro para la edad que tenía. Todos los niños hacían lo que el decía y de todos nosotros era el único que había empezado por entonces a interesarse y a despertar el interés de algunas niñas. Hablaba con un aplomo impresionante y se le daban bien todos los deportes. Recuerdo que por aquel entonces, en 5º de EGB, me empezaba ya a caer mal.

Yo no era tan listo ni tan carismático como Chimeno, pero me sentía irremediablemente obligado a competir con él en algunos aspectos. Se me daba fatal la educación física, pero en todo lo demás intentaba competir con él. Y siempre perdía yo. No había nada que hacer: él era un chaval sobresaliente y yo era un niño 'siete y medio'. Creo que a lo largo de toda mi vida académica he sacado esa nota -7,5- en las tres cuartas partes de los exámenes que he hecho. Ni más, ni menos.

Urko, pese a ser muy callado, también era un chico, a su manera, carismático. En realidad, su principal aliciente era ser vasco y tener a Aitor de hermano mayor. Aitor era mucho más hablador y siempre venía rodeado de historias fascinantes trufadas de palabras extrañas como 'Puente de Deusto', 'Hospital de Cruces' o 'Ertzaintza'. Urko, Aitor y sus padres se habían trasladado un par de años antes desde Sestao. El padre, que originariamente era gallego -creo recordar-, se había quedado sin trabajo en los Altos Hornos de Vizcaya y la familia, vete a saber por qué, acabó trasladándose a nuestro barrio.

Parra era un niño normal. Competente jugando a las chapas y al fútbol, era también un buen aliado a la hora de meterse en líos. Los planes los ideábamos Chimeno y yo, generalmente, pero Parra era fundamental en las tareas logísticas, ya que tenía una asombrosa facilidad para conseguir -y, en su caso, fabricar- objetos indispensables, tales como petardos, balón de fútbol reglamentario, tirahuevos...

Y luego estaba Cabeza de Bombilla, que era un crío realmente extraño. Urko era poco hablador, pero Cabeza de Bombilla casi nunca decía nada. No había forma de saber nunca en qué estaba pensando; si es que estaba pensando en algo. Era más bajito que nosotros, muy delgado, estrecho de hombros y cabezón. En nuestra ilimitada crueldad de niños de 10 años, le habíamos bautizado como Cabeza de Bombilla porque tenía una gran cabeza sobre la que le crecía un pelo rubio escaso y fino que apenas podía ocultar la irregularidad de la forma de su cráneo, que se ensanchaba anormalmente por encima de las orejas. Nosotros pensábamos que era tonto... pero el caso es que estaba siempre ahí. Era algo extraño: nadie le llamaba, nadie se tomaba la molestia de irle a picar al telefonillo después de la hora de la merienda para que se bajase, nadie le dirigía la palabra en clase para explicarle que habíamos planeado hacer por la tarde. Pero, sin que tuviéramos ni idea de cómo ni porqué, Cabeza de Bombilla siempre estaba ahí.

Y también estuvo aquel día de finales de primavera en el que pasamos a la Finca. Recuerdo que aún había clases, pero hacía mucho calor y la hierba de los solares ya había empezado a agostarse. Después de haber quedado en nuestro barrio, habíamos llegado a la parte posterior de la finca, la más alejada de la carretera y colindante con un olivar descuidado y un descampado. Días antes habíamos visto un lugar por el cual, arrastrándose, uno podía atravesar fácilmente la alambrada que, por otra parte, nos parecía imposible de saltar. No lo recuerdo nítidamente, pero probablemente el agua de la lluvia de los meses anteriores había erosionado un pequeño canal sobre el suelo arenoso, a los pies de la valla, y éste era lo bastante grande como para permitirnos pasar. Según descubrimos aquello, entrar adentro de la Finca se convirtió en una obligación. No es que no nos diera miedo. Nos lo daba. Pero era una cuestión de honor.

Lo preparamos todo durante un par de días con la minuciosidad de niños de 5º de EGB. Yo dibujé sobre una hoja de cuaderno de cuadros un mapa aproximado del perímetro de la Finca, con la intención de añadir más tarde información sobre el territorio ignoto del interior. Para documentar gráficamente lo que encontrásemos allí dentro, llevaba una cámara Yashica compacta de los años '70 que me habían regalado mis padres meses antes. Parra había conseguido petardos, decía que para ahuyentar a los perros, si los hubiera. Urko pensaba que, en ese caso, era mucho mejor llevar unas salchichas, para tenerlos entretenidos. Chimeno llevaba prismáticos, una navaja y una linterna; y además iba vestido con ropa de Coronel Tapioca. Cabeza de Bombilla no llevaba nada, pero estaba ahí.

Y entramos. Sentí un escalofrío. Había cruzado mucho más que una valla. Había cruzado a otro mundo donde los colores, los olores y los sonidos eran totalmente distintos, por lo que -era de suponer- las normas, las relaciones entre causa y efecto... también debían de ser diferentes. Ese tipo de colores y sonidos yo lo asociaba a ir de excursión, es decir, con adultos. Me sentí completamente desamparado en un mundo que no me pertenecía y sobre el que desconocía todo en cuanto a sus normas y funcionamiento. Es la primera vez que sentí ese tipo de desamparo en toda mi vida. A lo largo de los veinte años siguientes he vuelto a sentirlo muchas veces y en distintas situaciones, pero aquella fue la primera.

Ni siquiera hoy, después de una reforestación, ese pinar es gran cosa. La arboleda no era demasiado frondosa y los pinos no eran muy grandes. Pero tapaban la luz del sol y amortiguaban todos los ruidos urbanos a los que estábamos habituados. Eso, unido a la imaginación de un niño de diez años, equivalía a adentrarse en otro mundo.

Andábamos despacio, intentando no hacer demasiado ruido al pisar la hojarasca. Apenas hablábamos entre nosotros. Yo hacía fotos. Chimeno y Parra escudriñaban todo con atención. Aitor blandía una salchicha en su mano. Cabeza de Bombilla caminaba dócilmente detrás de todos nosotros.

-He visto a un señor -dijo, de repente. Me dio un vuelco al corazón. Su voz me sonó extraña, aunque, a decir verdad, tampoco se puede decir que estuviese habituado a escucharla.
-¿Qué dices? ¿Dónde?
-Ahí -señaló hacia un tronco cortado.
-¿Qué dices? ¡Ahí no hay nadie! -respondió, irritado, Chimeno-. Si tienes miedo, puedes dar media vuelta y volver.

Cabeza de Bombilla, por supuesto, no dio media vuelta. Seguimos caminando un poco más, sobresaltados de vez en cuando por los graznidos de las urracas, hasta que vislumbramos el mítico chalet en medio de los pinos. Yo cogí mi mapa en blanco, calculé, de manera bastante aventurada, la posición en la que, sobre él, nos encontraríamos y señalé tanto nuestro punto de observación como la ubicación de la vivienda.

-Será mejor que nos escondamos detrás de ese arbusto -ordenó Chimeno-. Así no nos verán si hay alguien en la casa.

Nos quedamos quietos detrás del seto, que crecía en torno a una especie de canalización, y desde ahí observamos la casa un buen rato, pasándonos por turnos los prismáticos de Chimeno. No parecía que hubiera nadie. Al cabo de un rato decidimos acercarnos a la casa a mirar qué encontrábamos.

Salimos despacio de detrás del seto y empezamos a caminar. Pero en ese momento sonaron tres ruidos secos en alguna parte indeterminada del bosque. Podría ser el sonido de alguien talando con un hacha pero sólo sonó tres veces y no se volvió a oír.

-Quizá sería mejor que nos volviéramos -dijo, con tono completamente sereno, Chimeno.
-¿Qué dices? -respondí, indignado-. Yo no he llegado hasta aquí para rilarme ahora.

Había encontrado un nuevo campo para competir con Chimeno: a ver quién era más valiente. Y esa vez me parecía que tenía opciones de ganar. Me tragué el miedo que me agarrotaba el pecho y que quería salir por mi garganta. Estaba decido ha continuar hasta el final.

-yo voy a seguir hasta la casa y voy a ver que hay -dije-. El que no quiera que se vaya con su mamá. El que sea valiente que se venga conmigo.

El único que vino fue Cabeza de Bombilla.

(continuará)

jueves, 22 de diciembre de 2011

Cabeza de Bombilla (1ª parte)

Después de muchos años de silencio, creo que ha llegado por fin la hora de que el mundo conozca la historia de Cabeza de Bombilla.

Cabeza de Bombilla (1)
Sergio López, 2011

Aquello sucedió hace muchos años ya. Cuando todavía comprábamos chucherías con pesetas de Franco y había pasarelas metálicas para cruzar la Avenida de Portugal, que todavía no se llamaba Avenida de Portugal, sino Carretera de Extremadura.

Como teníamos prohibido cruzar al otro lado de la carretera, la mayor diversión de los niños de mi barrio consistía en cruzar al otro lado de la carretera. El hecho mismo de contravenir esa prohibición suponía meterse en líos, lo cual suponía una gran ventaja respecto de otras formas de meterse en líos que requerían una mayor planificación y una ejecución más eficiente.

Formas de meternos en líos que practicábamos los niños del barrio y yo cuando teníamos diez u once años eran, entre otras, meter petardos en los tubos de escape de los coches, tirar globos de agua a los transeúntes, tirar piedras a los yonkis... lo típico. Pero la mayoría de las veces simplemente cruzábamos la carretera y vagábamos por el hemisferio prohibido del mundo.

Al otro lado de la carretera estaba, entre otras cosas, la llamada Finca de Franco, hoy Parque Finca Liana. Franco se había muerto hacía unos 16 años, pero, por lo visto seguía muy presente. Había, por entonces, tres sitios que la gente conocía como Finca de Franco -hoy sigue habiendo uno- y todos ellos eran pinares con aspecto tétrico y misterioso, rodeados de leyendas que supuestamente debían disuadirnos de entrar.

En el centro de la Finca de Franco que hoy se llama Finca Liana había un chalet. Nadie lo había visto, porque los pinos lo impedían, pero había un chalet y estaba habitado. Tampoco nadie había visto entrar ni salir a nadie y, de hecho, la finca no tenía una entrada propiamente dicha, sino que estaba completamente perimetrada con  una alambrada, pero en el chalet había gente. Desde los bloques de vivienda de los alrededores se atisbaba un tejado de pizarra y se veía como salía humo de una chimenea y, de vez en cuando, a través del pinar, se entreveía a gente. Gente cavando zanjas, transportando troncos de madera. Había todo tipo de leyendas en torno a esa gente: que eran ricos, que eran nazis, que eran rusos, que eran masones, que secuestraban a los niños que merodeaban cerca. Muchas noches se oían ruidos extraños, como de maquinaria pesada, y parecían provenir de aquel sitio. Otra vez, varias personas dijeron haber visto un ovni en la vertical de la Finca.

Por supuesto, lo estoy relatando tal y como lo veía entonces, como un niño de diez años. Entonces aquel sitio me producía una indescriptible sensación de irrealidad. Me espeluznaba y me atraía a partes iguales. Era una burbuja de otro mundo dentro de la ciudad. Una especie de espejismo rural dentro de la pesadilla caótica y desarrollista en la que vivíamos. Los que estábamos fuera no podíamos entrar y los que estaban dentro no podían salir porque eran mundos diferentes, sencillamente.

Visto así, parecía lógico. Pero, en realidad, era cuestión de tiempo que acabásemos colándonos dentro. Recuerdo perfectamente que aquel día estábamos cinco: Chimeno, Parra, Urko, yo... y Cabeza de Bombilla.

Continuará