Mostrando entradas con la etiqueta ficcion. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta ficcion. Mostrar todas las entradas

sábado, 31 de diciembre de 2011

El limbo

El limbo
Sergio López, 2011

Se oye un leve pitido en la sala de espera, ¡pip!, y el teleindicador que mostraba el número R910 pasa a mostrar el número R911. El portador del número R911 se levanta y se encamina hacia el mostrador de REGISTRO. Es un hombre joven. Demasiado joven para estar ahí. Lleva una carpeta azul de gomas, llena a rebosar de una cantidad fabulosa de papeles y formularios. "Esta vez, sí", piensa. Por fin lo tiene todo para hacerse con el concurso y acceder a la plaza. La carpeta cae sobre la mesa con estruendo, ¡blam!, y el joven se toma un momento para recuperar el aliento antes de hablar.
-Aquí está toda la documentación que me faltaba, junto con la actualización de la que ya traje en su día. Tal y como me pedíais. La vida laboral, la solicitud de acceso, el expediente académico, la carta de recomendación del párroco de mi barrio y el certificado de buena conducta. Los formularios E310, E330 y E789. El aditivo E300 y el certificado de compra del líquido embalsamante. Todo fotocopiado, sellado, compulsado y por quintuplicado. Escrito en letra verdana 12 puntos, con interlineado doble, a una cara y metido en sobres A-4 sin lacrar.
-¿Trae el certificado de defunción? -pregunta uno de los dos funcionarios, desde el otro lado de la mesa.
-Desde luego -responde el joven-. Fue toda una aventura conseguirlo, pero aquí está. El certificado de defunción.
-Bien.

El funcionario recoge la montaña de papeles. Entre todos aquellos legajos, el certificado de defunción y la factura del líquido embalsamante tienen un extraño aspecto de materialidad. Los va colocando, uno a uno, en un cajón. La funcionaria que está sentada a su derecha le lanza una mirada de complicidad y al funcionario se le escapa una sonrisa irónica. Al joven no le gusta aquello.
-Eh, un momento. ¿Qué pasa? Os he traído toda la documentación que me pedíais. ¿No?
-Sí, sí, claro -responde el funcionario.
-Y la he traído en fecha, si no me equivoco. El plazo de alegaciones terminaba pasado mañana. ¿No?
-Correcto. El plazo de alegaciones concluye pasado mañana.
-Entonces, ¿qué pasa? Acabo de ver como os reíais de mi documentación.
La funcionaria de la derecha mira al joven con dulzura.
-Es que... A ver... tú vienes aquí, con toda tu buena intención, habiendo hecho las cosas bien. Habiéndote portado bien, como quien dice. Y nosotros no podemos evitar...
-Evitar qué, señora -inquiere el muchacho.
-Lo que mi compañera quiere decirte -añade el funcionario- es que... ya sabes cómo son estas cosas.
-No. No sé cómo son estas cosas -responde, enfadado, el joven.
-A ver, chico -pregunta la funcionaria-, ¿tú tienes padrino?
-¿Cómo padrino?
-Que si conoces a alguien en el comité de selección.
-No.
-¿No conoces a nadie en el comité de selección?
-¿A quién voy a conocer yo del comité de selección? ¿A San Pedro?
-Podría ser -dice la funcionaria-. Hay gente muy bien relacionada.
-Lo que mi compañera quiere decirte -continúa el funcionario- es que, si no tienes ningún padrino en el comité de selección, no tienes ninguna posibilidad de acceder. Ya sabes cómo son estas cosas...
-No. No sé cómo son estas cosas. ¿Por qué no tengo ninguna posibilidad?
-Si dices que te hemos dicho esto, lo negaremos. A ver: las plazas para el lugar al que tu quieres acceder  están ya dadas, tienen todas ya dueño...
-¿Qué?
-...y son todas para la gente que viene con padrino. Amigos.
-¡Pero -el joven está indignado- eso es una vergüenza! Entonces, ¿para qué se hace un concurso público?
-Hombre, hay que mantener las formas -responde la funcionaria.

El joven se ha puesto rojo de ira.
-Me he hartado -dice-. Llevo toda mi vida preparándome para acceder a este lugar. Toda mi vida. Y las últimas semanas me las he pasado, como alma en pena, reuniendo toda la documentación que me habéis pedido. He cumplido religiosamente todos los requisitos y mandamientos. Según el baremo que aparece en las bases que habéis publicado, mi puntuación debe ser altísima. De las más altas. Seguro. Pero ahora resulta que para entrar se te tiene que haber aparecido un santo.
-Bueno, yo que tú -dice la funcionaria, alisándose un pliegue de su túnica blanca-, lo seguiría intentando, mi alma. Total, tienes todo el tiempo del mundo. Y este es un muy buen puesto. Y es para siempre.
-Paso. He hecho todo bien durante toda mi vida y parece que no ha servido de nada. Se me ha agotado la paciencia. No aguanto ni un minuto más en el limbo. Me voy Abajo, que seguro que es mucho más fácil entrar.
-¡Uyyyy! ¡Abajo! -exclama la funcionaria- Lo de Abajo lo privatizaron, pero es muy difícil entrar, igualmente. Si no tienes contactos, muy complicado.
-Bueno -tercia el funcionario-, a veces, el mismísimo señor Cerbero entrevista personalmente a los candidatos a acceder a Lo de Abajo. Si le caes en gracia, tienes alguna posibilidad de entrar sin enchufe. Pero, para eso, tienes que demostrarle que eres un auténtico cabrón sin escrúpulos, cosa que veo complicada en tu caso.

El señor Cerbero es el jefe de admisión de personal de Lo de Abajo, del mismo modo que el señor San Pedro es jefe del mismo departamento en Lo de Arriba. El señor Cerbero es un perro de tres cabezas, mientras que el señor San Pedro es un anciano de barba blanca y aspecto apacible. Pero el funcionario no ha tenido tiempo de explicar nada de esto al joven: han tocado las dos en punto en el reloj de las oficinas centrales de las Puertas del Cielo y el funcionario, su compañera y el resto de empleados han salido volando (literalmente) o se ha desvanecido  mágicamente entre la bruma de las nubes. El joven se ha quedado sentado frente al mostrador vacío, mirando hacia la nada eterna y asumiendo que, pese a lo mucho que se ha preparado, le tocará quedarse en el limbo durante el resto de su muerte.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Dinero

Dinero
Sergio López, 2010



Ya lo sé. Hay cosas en la vida más importantes que el dinero. El problema es que hace falta tener dinero para dejar de pensar en él. No quiero decir que los ricos no piensen en el dinero. Piensan en él, claro. Pero de otra manera. Si eres pobre, piensas en el dinero, sí o sí. No te queda más remedio. El dinero ocupa un espacio en tu cabeza inversamente proporcional al que ocupa en tu bolsillo. En la cabeza todo está conectado y la neurona donde almacenas la cuenta de los céntimos del dinero que no tienes está conectada con la neurona que te recuerda que tienes hijos; y ésta, con la que te dice que tienes hambre; y ésta, con la que te avisa de que tienes que pagar el alquiler; y ésta, con la que te machaca con que tu marido te ha dejado. Todos los pensamientos encadenados: ningún amigo o familiar que te pueda echar un cable. Un jefe cabrón que no te paga. Los niños, que lloráis porque no tenéis la PlayStation, porque no podéis ir al viaje a Asturias con el resto de compañeros de clase, porque vais siempre vestidos con la misma ropa. Y, en el Inem, una funcionaria borde que me explica que si me voy de mi empresa, no tengo derecho a paro. Y que si me quedo, mi jefe tiene derecho a no pagarme porque su empresa de mierda ha quebrado y está en concurso de acreedores. Y coger la carpeta de los currículos y recorrerme Madrid de arriba abajo, una y otra vez. Sus puertas cerradas, su acumulación sucia de personas sucias y sin identidad. Sus cuatro millones de paredes.
            Todo ese espacio ocupaba el dinero en mi cabeza. Ya sé que no es disculpa, pero estaba obsesionada. Todos esos pensamientos encadenados estaban encadenados por el dinero. Sucio dinero. Ahora ya no tengo que pensar en él. De hecho, aquí me pagan un pequeño salario. No mucho, pero cuando salga tendré para ir tirando. Además de que comida y alojamiento no cuestan nada, claro. No pensar en el dinero es un alivio, la verdad. Pero poco, pensando en lo mucho que os echo de menos. Espero que os vaya bien sin mí.

lunes, 26 de julio de 2010

Las cosas claras

Las cosas claras
Sergio López, 2010

Al taxista le gustaba Peñaranda de Bracamonte, eso estaba claro. Varias pegatinas en la parte trasera de su vehículo proclamaban, con distintos colores y tipografías de mal gusto, su oriundez. La reiteración del sonoro nombre de aquel pueblo salmantino certificaba que al taxista le gustaban las cosas claras y que él no era de ningún otro sitio, como Consuegra, Hellín o Baños de Ebro. Al taxista le gustaban las cosas claras y le gustaba escuchar una emisora de radio en la que, según él, decían las cosas claras… aunque, en realidad, aquella emisora sólo escupía basura fascista. Pero eso no viene al caso. El caso es que al taxista le gustaban las cosas claras. Y, además, resultó ser un filósofo.

–Me dijo usted que iba a la calle Embajadores. ¿No? –dijo al cabo de llevar un rato en silencio escuchando su emisora favorita de basura fascista.
–Sí. –dije yo. Era un sí impregnado de nerviosismo. Llegaba tarde. Demasiado tarde.
–¿Exactamente a que altura?
–Déjeme por la glorieta.
–Pero, exactamente, ¿en que parte de la glorieta? En la Glorieta de Embajadores se cruzan la calle Embajadores y las Rondas de Atocha y de Toledo.
–Pues no sé. Donde le venga mejor a usted.
–A mí me viene bien donde a usted le venga bien.
–Pues donde tardemos menos en llegar. A mí me viene bien lo que sea más rápido. No llego a tiempo.
–¿No llega a la hora?
–No. No llego a la hora.
–Haber empezado por ahí. ¿Cuál es el problema? ¿Que llega antes de la hora o que llega después de la hora?
–Pues… –aluciné pepinillos con la pregunta– pues, que llego después de la hora, claro.
–Entiendo. Si llegase usted antes de la hora, no sería un problema.
–No señor.
–¿A qué hora debería usted llegar?
–A las siete en punto.
–Pero ya son las siete y diez.
–Ya lo sé. No llego a la hora, ya le digo. Por eso he cogido un taxi en vez del metro, pero ya veo que ha sido un error. Con el tráfico que hay, nos deben quedar otros diez minutos.
–Es que tenía que haber empezado por decirme que usted quería ir a la Glorieta de Embajadores a las siete en punto.
–Y eso, ¿de qué hubiera servido?
–Eso, caballero, lo hubiera cambiado todo. Es evidente que para usted no es lo mismo llegar a las siete que a las siete y vente. Si no, no estaría sudando como está sudando.
–Obvio. Pero sigo sin ver…
–Usted llega tarde a una cita. Usted considera que esa cita es su última oportunidad para arreglar algo, pero está llegando tarde. Teme haber perdido la oportunidad de haber arreglado las cosas antes incluso de haber tenido la ocasión de explicarse. Todo por un desajuste entre su percepción subjetiva del tiempo y la velocidad a la que se mueven las agujas del reloj del mundo. Esa sensación de que las cosas le suceden justo en el momento menos oportuno…
–¿Cómo sabe todo eso? –busqué la mirada del taxista en el espejo retrovisor y encontré dos ojos vulgares que se perdían en el tráfico y que eran sostenidos por una nariz y un bigote vulgares. Joder. ¿Cómo podía saber todo eso?
–Tenía que haber hablado claro desde el principio, caballero. Tenía que haber dicho que quería que le llevase hacia a la Glorieta de Embajadores en el espacio y hacia las siete de la tarde en el tiempo.
–¿Cómo?
–Quizá también es que yo no se lo pregunté de forma clara. Es verdad, lo siento. Le pregunté adónde quería ir, pero no a cuándo.
–Pero, ¿se ha vuelto loco? ¿Qué pasa? ¿Es qué ahora los taxistas pueden viajar en el tiempo?
–Por supuesto.
–Me está tomando el pelo. Lo último que necesito ahora es que me tomen el pelo. Mire, me bajo aquí.
–No le tomo el pelo. Intento hablar claro, simplemente. Usted intenta aferrarse a un momento espacio-temporal y yo le digo que este taxi viaja en el tiempo.
–Pues lléveme al pasado, entonces. A las siete de la tarde.
–¿Por qué no al futuro?
–Váyase a la mierda.
–Entiendo su enfado. Las cosas claras: el futuro nos da miedo. El presente es la vida y el futuro, en última instancia, la muerte. Intentamos aferrarnos al presente, a aquello del presente que nos es grato, que nos hace feliz, que creemos que nos completa: por eso la posesión, por eso los celos, el ahorro, el capitalismo, el comunismo... todo mecanismos para intentar almacenar el presente. Ineficaces, por cierto: no se puede hacer acopio del tiempo presente. El tiempo es lo único que no nos sobra. A menor o mayor velocidad, todos nos dirigimos hacia el futuro.
–¿Me puede explicar qué me quiere decir con todo esto?
–Que al único sitio adónde no le puedo llevar es al pasado. Nadie puede, lo dijo Einstein. El pasado sólo existe cómo una impresión en nuestras neuronas.
–Pues déjeme en el presente, entonces –le rogué al taxista–, quiero quedarme en el presente.

El muy cabrón al final me llevó al futuro y, encima, me cobró lo mismo.

sábado, 26 de junio de 2010

Los orgasmos simultáneos están sobrevalorados

Espero que este relato atraiga visitantes al blog. Lo digo por el título y eso...


Los orgasmos simultáneos están sobrevalorados
Sergio López. 2010




Él no estaba a la altura. No podía dejar de pensar que él no estaba a la altura. Ni del hotel, ni del restaurante del hotel, ni de la cena que servían en el restaurante del hotel.
Y, por supuesto, no podía dejar de pensar que él no estaba a la altura de la mujer que le miraba con unos ojos inquisitorialmente grandes y azules desde el otro lado del estupendo carpacio de pez-espada marinado al aceite de lima y tomate, aún intacto sobre el plato. Desasosegado, se llevó un trozo de aquella cosa blancuzca y cruda a la boca.
–Vaya. Esto está buenísimo –dijo genuinamente sorprendido–, el… éste, el…
–Carpacio –respondió ella secamente, con su mirada inquisitorial y azul.
–Eso, –completó él, azorado– el… carpacio.
–¿Cuál dirías tú que es tu plato favorito? –ella forzó una sonrisa para acompañar el signo de cierre de interrogación.
–Uf. No lo sé. ¡Qué difícil! Me gusta muchísimo el shushi. Esto me recuerda al sushi. Pero, si tuviera que decidirme por algo, creo que diría que la cosa que más me gusta del mundo son las croquetas. Sí. Las croquetas del día anterior. Frías.
–Ja ja ja. Muy cierto. Una delicatessen. A mi me encantan también, aunque no tanto como la paella del día anterior.
       Esto había funcionado. Ella se había reído con la ocurrencia. Él había dicho algo espontáneo por primera vez en toda la noche y ella había bajado la guardia y se había reído.
Antes de eso, él ya se había inventado un par de viajes que no había hecho y había asegurado haber visto varias películas que no había visto en realidad, pero todo eso a ella –que, aún contando como buenas las trolas de él, había viajado más y había visto muchas más películas- no le había impresionado en absoluto.
Él, sin embargo, despreció su éxito con las croquetas frías y siguió fabulando acerca de un trabajo bastante más interesante del que tenía en realidad y bastante menos interesante, de todas formas, del que tenía ella. Ella era la dueña y gerente del hotel, del restaurante del hotel y del carpacio de pez-espada.
El estado de inseguridad rayana en la histeria de él lo estaba registrando ella como algo distinto a lo que en realidad era. Lo que ella captaba era, sobre todo, la cobertura de estúpida petulancia con la que él tapaba su complejo de inferioridad. Esa cobertura era lo que a él le había salvado hasta ahora. Los hombres inseguros no son nada, nada, atractivos, pero los idiotas petulantes por lo menos pueden servir para echar un polvo.
     Por supuesto, ella también tenía miedos y dudas. Pero, desde luego, no eran los de él. Él siempre tenía miedo a no estar a la altura y ella justo lo contrario: sabía que era inteligente y sabía que era atractiva y estaba obsesionada por rodearse de estímulos (eso eran los demás, en cuanto a parte del mundo sensible, estímulos) que no disonaran con su propia excelencia.
Durante toda su vida, todas las personas/estímulos que habían estado a su alrededor, empezando por su familia, le habían confirmado que ella era especial y que tenía unas cualidades excepcionales. Ella, ayudada del dinero y la seguridad en sí misma que le habían proporcionado esas personas/estímulos, supo siempre aprovecharlas.

***

¿Cómo habían llegado dos personas tan distintas, un inseguro patológico y una egomaniaca, a compartir mesa en el restaurante del hotel que gestionaba la última? La razón fue algo que había acontecido exactamente hacía una semana. Aquello se desarrolló en los siguientes términos:
-Sí. Sigue. Sigue. Sigue. Sigue. Ah. Sigue. Sigue. Sigue. Sigueeeeeee –ella alargó la ‘e’ del último sigue en un grito que adoptó la calidad de tres de las otras cuatro vocales antes de extinguirse en un estertor entre ronco y nasal.
-Mphhhhhhhhhhh (o algo semejante) –respondió él, mientras le estrujaba los glúteos y le daba empellones con sus caderas cada vez más fuertes.
-Joder. ¡Vas a hacer que me corra! Sigue así. Ahgh.
-Sí. Sí. Oh.
-¡Qué buenooo! Sí. Sigue. Sigue.
-Joder. Sí. Jodeeeer. Sí. Aaaaarghhh.
-Me corro. Me corroooooooooooooo.
-Yo tamb… aaaaaaaaaaaaaaaaaahién
-Oye –dijo ella al cabo de un buen rato de mirar ambos al techo mientras calmaban, poco a poco, sus agitadas respiraciones–, esto que nos acaba de pasar no es nada fácil. A mí, por lo menos, no me ha pasado nunca la primera vez que me he acostado con un tío. Al primer polvo, nunca.
-A mí tampoco. No. Es una cosa que me cuesta bastante al principio. Que creía que necesitaba más compenetración. No sé. Conocerse un poco más.
-Qué bien, ¿no?
-Er… sí –acertó a decir él instantes antes de que ella metiera la lengua en su boca y le rodeara con sus brazos, queriendo afirmar su posesión sobre ese hombre que le proporcionaba estímulos excelentes y simultáneos. Un hombre que la follaba como ella se merecía.
         Así fue como ella y él convinieron que no eran sólo dos adultos que habían consentido en pasar una velada de sexo casual a las poco más de dos horas de haberse conocido casualmente en la fiesta de un chiringuito de la playa, sino que eran dos adultos que tenían una conexión única y especial: dos adultos que tenían orgasmos simultáneos a la primera. A la primera, a la segunda y a la tercera.
         Él ahora recordaba ahora esa noche casi como un sueño. Aquella primera noche en una habitación de aquel mismo hotel había tenido ya la sensación de que no debería estar ahí. Que aquello era demasiado bueno para él. Que no se lo merecía. Quizá, por eso ahora le costaba recordar los detalles y aquello le venía a la cabeza como en un sueño.
Sin saber muy bien por qué, él había dejado de observar como ella se comía su vichyssoise. Sentía una repentina melancolía y miraba por uno de los ventanales del restaurante, hacia el horizonte impreciso que separaba el negro del cielo nocturno del negro del mar. ¡Qué negro estaba el mar! No le apetecía seguir inventando historias. ¡Que se currase ella algo! Era una lástima que sus cuerpos se entendieran tan bien y sus cerebros tan mal.
        Sus cuerpos encajaban a la perfección. Eran sus mentes las que no estaban a la altura. Estaba claro que a ella no le atraería nunca un simple vendedor de inmobiliaria que, ante la amenaza del desempleo, había consentido en trasladarse desde su ciudad natal al Mediterráneo. Pero tampoco le atraía demasiado el técnico del ministerio de Medio Ambiente, Rural y Marino que él había inventado para ella (ni la catalogación de las especies protegidas en el ámbito de las cercanas salinas en la que, supuestamente, trabajaba). Para ella, él tenía escrita la palabra fracaso en todas las partes de su cuerpo, menos en una.
¿Y a él? ¿Le gustaba realmente esa mujer narcisista e implacable? Sí. O eso creía. Quizá no. Con la gente tan insegura es difícil saber. Ella, sobre todo, le daba miedo y no sabría decir si ella le daba miedo porque le gustaba o le gustaba porque le daba miedo. Probablemente fuera lo segundo.
Él, al igual que ella, se sentía presionado por lo único que compartían: la capacidad de obtener orgasmos simultáneos y cuotas de placer erótico muy superiores a las que habían tenido con cualesquiera de sus otras parejas. Era una enorme responsabilidad aquello. El problema es que no sabían qué hacer con ella y además les desconcertaba que esa compatibilidad no se manifestase en ningún otro aspecto de sus formas de ser.
Los dos estaban pensando en cómo poner fin a la insatisfactoria cena, dejar de perder el tiempo y subir lo antes posible a la habitación para tener nuevos orgasmos simultáneos cuando el chillido de cristal de doce ventanales rompiéndose simultáneamente en miles de pedazos los empujó al suelo.
Las luces se apagaron y, antes de que tuvieran tiempo de levantarse, las negras aguas del Mediterráneo nocturno ya cubrían sus cuerpos. Por fin él pudo precisar donde estaba la línea del horizonte: estaba sobre ellos dos, el horizonte les estaba pasando por encima. Los dos fueron arrastrados hacia la cocina por la fuerza incomprensible de la ola del tsunami, junto con el resto de comensales y enseres del salón-comedor. Lo último que pensaron los dos, mientras sufrían el impacto de toda clase de objetos precipitándose a gran velocidad contra ellos a través del medio líquido y mientras sus pulmones se encharcaban, fue que los dos habían perdido la última hora de sus dos vidas con otra persona con la que no tenían nada que ver y que, en realidad, no les satisfacía para nada.
Los orgasmos simultáneos están sobrevalorados.

domingo, 13 de junio de 2010

El sueño

Estamos que lo tiramos: otro relato.






El sueño
Sergio López, 2010
Levanté la mirada del libro y ahí estaba ella, sentada en el asiento de enfrente y leyendo el mismo libro que yo: La vida nueva, de Orhan Pamuk. Sonreí por la coincidencia e intenté no darle mayor importancia y seguir con la lectura, pero no pude. Volví a levantar la mirada y busqué la suya. Ella, al contrario que yo, mantenía su cabeza hundida en el libro y sus ojos se deslizaban disciplinadamente por los renglones. Parecían tan soñolientos y cansados como los míos, pero  eran de un color distinto, de un color que casi me hacía daño. 
No podía pelear con esos ojos, así que decidí rendirme: agaché la cabeza y volví al libro. Pero los míos tenían tanto sueño que no eran capaces de dominar las palabras: dejaban que las letras saltaran caprichosamente de renglón en renglón delante de ellos. Decidí darles una tregua. Los cerré y dejé que el sueño, confinado hasta entonces en una pequeña parte del hipotálamo, se enseñoreara de nuevas regiones de mi cerebro. Tenía veinte minutos aún hasta llegar a mi destino. 
Eran las tres y media de la tarde y, como todos los días, viajaba en Metro desde el sitio donde trabajo por la mañana hasta el sitio donde trabajo por la tarde. Como todos los días, había comido un bocadillo a toda prisa mientras caminaba desde la oficina a una cercana boca de metro y me había introducido a toda prisa en las entrañas de la ciudad. Y, como todos los días, intentaba aprovechar el trayecto para leer un poco, pero, agotado, acababa cerrando los ojos y sesteando hasta la última parada.

En el momento que la voz grabada del metro indicaba que la siguiente estación era Avenida de América, entreabrí ligeramente los ojos, sólo medio segundo -como un parpadeo, pero alrevés-, y ahí seguía ella. También estaba echando una cabezada. Por alguna razón, aquello me excitó. Quizá pensé que, en el territorio sin tiempo ni espacio del sueño, nuestros ojos se estaban mirando a través del negro rojizo de los párpados, y que eso sería lo más cerca que estarían nunca nuestros cerebros y nuestros cuerpos de conocerse y de tocarse.
Me quedé dormido imaginándome cómo sería tener sexo con ella.


***
Desperté sin tener ni idea de donde estaba. Era algún lugar fresco y oscuro. Tosí. Me dolían el cuello y la espalda, por una mala postura. Mis ojos, eso sí, estaban descansados.
            –Parece ser que nos hemos quedado dormidos y hemos llegado hasta las cocheras –me informó una voz femenina desde mi derecha, antes de que yo empezase a formular una hipótesis propia que explicase satisfactoriamente los extraños estímulos que me rodeaban.
La luz estaba apagada y tardé un rato en acostumbrar mi visión a la penumbra. Al cabo de tres o cuatro segundos mis pupilas se abrieron lo suficiente y ahí estaba ella. De pie, frente a una de las puertas, intentando accionar el mecanismo de apertura de emergencia.
–No funciona –dijo, mirándome de reojo y volviéndose hacia la puerta–. Parece que estamos encerrados –hablaba en un tono distante y firme que transmitía algo de seguridad, pero cada vez menos–. Y la alarma está desarmada. No suena –añadió, finalmente, al tiempo que pulsaba repetida y nerviosamente otra palanquita, al lado de la anterior. 
–Pero… ¿qué…? –no supe como continuar la pregunta.
–¡Joder! ¡Vaya situación!
–Sí. Eso es exactamente lo que iba a decir yo.
–Tiene que haber una forma de salir. Si hubiera cobertura de teléfono podríamos llamar a emergencias –miró su teléfono móvil–. Pero no. No la hay. Vaya mierda, vaya mierda y vaya mierda. ¿Cómo es posible que no nos haya visto nadie; que nos hayan dejado aquí encerrados? –Hablaba muy deprisa. Supongo que a ella yo le daba tanto miedo como el resto de la situación y, por eso, intentaba mantener el espacio que había entre los dos obstruído por un muro de abundante y aséptica información.  
¿Qué hora es? –Podía haberla mirado en el móvil, pero el caso es que me salió preguntar. Supongo que buscaba cierta bidireccionalidad en esa comunicación, cosa que ella no apreciaba demasiado en aquel momento.
–Joder. Tenía que estar dando clase ahora –dijo, a modo de respuesta.
–¿Das clases?
–Sí... o no. ¿A ti que te importa?
–Perdón. Es que yo… también. También doy clases. Soy profesor particular. Entre otras cosas.
–Me estás tomando el pelo.
–No. De verdad que no. A las cuatro tengo una. Y a las seis otra.
–Pues muy bien –hizo una pausa bastante larga antes de continuar–. Te informo de que no llegas. Son las seis de la tarde ahora mismo.
–¿Qué? –más que preguntar, exclamé.
–Joder. Esto es una locura. ¿Cómo es posible que me haya pasado esto?
–Las seis de la tarde –repetí. Estaba mirando el reloj del móvil: efectivamente, era esa hora– ¿Cuánto rato llevas tú despierta? ¿Por qué no me has despertado?
–Joder. ¿Cómo ha podido pasar algo así?
–Y encima, a los dos –añadí. Ella apretó los labios y se sumió en un silencio nervioso mientras volvía a repetir la operación de la palanca en la puerta del otro lado del vagón.
–Y encima, a los dos –dijo al final, con voz ahogada.
–Yo no voy a hacer nada, si eso es lo que te preocupa.
–Ya.
–Mira. Vamos a centrarnos en salir de aquí, ¿vale? –miré a un lado y al otro. Era uno de los convoyes modernos: una oruga de cinco o seis vagones unidos–. Yo empiezo por las puertas de la cabeza del tren y tú sigues por este lado hasta el final.
–Ya he probado con todas las puertas. Llevo media hora despierta. No se abre ninguna. He terminado por aquí, por el principio, porque no quería que me oyeras y te despertases.
–¿No querías despertarme…?
–No. Bastante problema tenía ya con estar encerrada en un tren para encima estar encerrada en un tren con un hombre.
–Lo entiendo –en serio: lo entendía.
Me puse a comprobar por mi cuenta como, efectivamente, no se abría ninguna de las puertas de ninguno de los vagones. Eso me llevó unos diez minutos. Ella, mientras, se paseaba nerviosamente de un lado al otro. Al cabo de un rato hurgó en su bolso y sacó un paraguas con el que empezó a golpear uno de los ventanales de forma casi maniática.
–Con eso no lo vas a romper.
–No me digas –contestó, sosteniendo en su brazo derecho el amasijo de varillas y tela al que había quedado reducido su paraguas. Me miraba como si hubiese dicho una inconveniencia grandísima. Era menuda y delgada, pero estaba muy erguida, casi de puntillas, y había cierta fiereza animal en la tensión con la que aguardaba a que yo dijera –si me atrevía– algo más. Me sentía físicamente intimidado. Era aún mas guapa que la primera versión que vi de ella, esa chica que no pude evitar mirar de reojo en un vagón de metro. Su cara eran pómulos altos, ojos  muy grandes y, después, lo demás. Tenía las mejillas sonrojadas y el flequillo le caía recto y negro sobre una mirada verde e intensa. Aparté la mirada de golpe. No me quería pelear con esos ojos.
–Eres un hombre. Aplica tú la fuerza bruta –dijo.
–Eso es machista.
–Vete a la mierda
–Supongo que ese paraguas era el objeto más contundente que teníamos.
–Sí.
Cogí impulso y me abalancé contra una de las puertas laterales. Ésta no cedió ni un milímetro, pero, pese a ello, repetí la operación otras tres veces. A la cuarta tenía todo el costado dolorido.
–Quizá, si tú accionas la palanca de apertura de emergencia al tiempo que yo embisto la puerta, se abre –dije.
–De acuerdo.
Probamos así, pero lo único que conseguí fue lastimarme un hombro.
Llegamos a la conclusión de que no se podía salir de ahí mientras el tren estuviera parado y desconectado del suministro eléctrico. Tendríamos que esperar a que  volviese a ponerse en marcha. No parecía un problema tan grave: en algún momento, por fuerza, el vehículo tendría que volver a la circulación. Quizá antes viniesen unos operarios a limpiarlo o a efectuar alguna reparación.
–¿Te había pasado antes alguna vez algo remotamente parecido a esto? –me preguntó.
–No.

Supongo que, a partir de ahí, se rompió el hielo. Nos pusimos a hablar como dos desconocidos que se cuentan cosas para conocerse y no para llenar de ruido el aire que separa al uno del otro y marcar la frontera entre el espacio de cada cual. Ella era filóloga. Y, como yo, también estaba pluriempleada. Por las mañanas trabajaba en una biblioteca y por la tarde daba clases de recuperación de literatura, lengua, historia y –¡matemáticas!– a unos chavales de tercero y cuarto de la ESO.
            –¿Matemáticas?
            –Si, siempre se me han dado bien –respondió.
            –¿Por que no estudiaste una carrera de ciencias, entonces?
            –Me gusta la filología –respondió, sin entrar en más detalle. –Y, tú ¿de qué das clases?
            –Inglés y lengua.
            –¿Y qué eres?
            –Humano –respondí.
            –Ja ja ja. Humano del género idiota. Mi preguntar qué titulación tú tener. Qué haber tú estudiado, humano idiota.
            –Soy periodista.
            –Ja ja ja.
            –Ya ves. Las madres preocupadas dejan a sus hijos en manos de cualquiera. ¿Sabías que Mussolini era periodista?
            –Sí. Y también escribió una novela.
            –Eso no lo sabía.
            Hablar con ella de libros o películas podía llegar a intimidar: lo había visto todo y lo había leído todo. Me sentía casi ridículo. Al final, algo avergonzado, saqué la agenda y empecé a transcribir sus recomendaciones sobre cine y literatura.
            –Pues si te gustó Al final de la escapada, tienes que ver Bande apart.
            –¿Cómo?
            –Banda aparte.
            Después, conversamos sobre la ciudad que se extendía sobre nuestras cabezas y que nos tenía condenados a ambos a no descansar las horas suficientes y quedarnos dormidos en el metro. "Teníamos muchos sueños. Ahora sólo tenemos sueño", dijo ella, a modo de corolario.
            –Jeje… ¿sabes que ese chiste no tiene sentido en inglés?
          –Pues claro. Ni tampoco en catalán. Por cierto: una de mis gracias favoritas consiste en decir ‘como dijo Martin Luther King: tengo un sueñoooo…’ y bostezar.
            Me reí. Tenía un sentido del humor increíble. Era aguda y rápida y además tenía una prodigiosa capacidad para imitar perfectamente bien cualquier acento. Hacía ya un rato que yo no consideraba mala suerte el haberme quedado encerrado, incomunicado y con 40 euros menos por las dos clases de hora y media perdidas. Estaba más a gusto allí de lo que había estado en mucho tiempo en cualquier otro sitio.
            –Hora de cenar –dijo. ¿Ya es la hora de cenar?, pensé yo. Había perdido la noción del tiempo. Creo que tengo una manzana en el bolso –añadió–. Podemos compartirla.
            –De acuerdo. 
Empezamos a morder la pieza de fruta por turnos. Al cabo de un momento sólo quedaba el corazón de la manzana y nuestras caras enfrentadas. Por primera vez me atreví a plantar cara a aquellos ojos que me hacían casi daño. A partir de ahí no hizo falta nada más. Yo me acerqué un poco a su rostro, ella acercó un poco más el suyo y yo todavía algo más el mío.
Nos besamos.
Al cabo de un momento estábamos tumbados en el suelo del vagón. Hubo un instante en el que creo que los dos pensamos en lo realmente extraño de la situación: lo que estábamos haciendo... y todas las extrañas e improbables coincidencias... Pero fue sólo medio segundo -como un parpadeo, pero al revés-. Fue mientras ella me agarraba de las muñecas y forcejeaba conmigo para ponerse encima de mí. Al cabo de un instante, desde su posición privilegiada, ella procedía a quitarme la camisa y a desabotonarme el pantalón.  
En esa posición, ya no tenía mucho sentido pensar en lo extraño de la situación. En esa posición, lo único que a mí me parecía mal era mi hombro dolorido, que me molestaba bastante, así que luché para volver a estar arriba. Le saqué la blusa por la cabeza, sin desabotonarla, me peleé con el cierre del sujetador, le quité los pantalones, le quité las bragas y me sumergí en su entrepierna.  
Follar en el suelo de un vagón de metro no entraba en mis sueños antes de esto. Si me lo hubieran dicho, habría dicho ‘¡joder, qué locura!’ y, efectivamente, era una locura. La penetré diciendo ‘¡joder, que locura!’ y empecé a jadear y escuché sus primeros jadeos diciendo‘¡joder, que locura!’.
En seguida dejé de pensar en eso y me escuché decir en mi cabeza que no, que no era una locura, que todas aquellas extrañas casualidades, todas aquellas improbables afinidades tenían un sentido. Y después dejé de pensar y de decir nada en absoluto. Nos besamos largamente mientras nuestros cuerpos seguían entrelazados y moviéndose al mismo ritmo.
No sé precisar cuanto tiempo estuvimos así. Creo que fue bastante, aunque ahora lo recuerde como un instante efímero. Nos agotamos el uno al otro y, abrazados, ella reposando su cabeza sobre mi pecho, nos quedamos dormidos sobre el suelo frío del vagón.

***

Desperté justo cuando la voz grabada se disponía a indicar el final de trayecto en Estadio Olímpico. Estaba rodeado de otros pasajeros y sentado en el mismo asiento del vagón donde me había quedado dormido. Miré la hora: eran las cuatro menos diez de la tarde. Llegaba puntual a la primera clase, con Aitor, pero tenía que correr un poco; como siempre. Después, levanté la mirada y miré hacia el frente: ella ya no estaba ahí.
           Cuando el tren acabó de detenerse en la estación de término me levanté como un resorte y me dirigí hacia la puerta para ganar la calle lo antes posible. Me dolía el hombro.