sábado, 26 de junio de 2010

Los orgasmos simultáneos están sobrevalorados

Espero que este relato atraiga visitantes al blog. Lo digo por el título y eso...


Los orgasmos simultáneos están sobrevalorados
Sergio López. 2010




Él no estaba a la altura. No podía dejar de pensar que él no estaba a la altura. Ni del hotel, ni del restaurante del hotel, ni de la cena que servían en el restaurante del hotel.
Y, por supuesto, no podía dejar de pensar que él no estaba a la altura de la mujer que le miraba con unos ojos inquisitorialmente grandes y azules desde el otro lado del estupendo carpacio de pez-espada marinado al aceite de lima y tomate, aún intacto sobre el plato. Desasosegado, se llevó un trozo de aquella cosa blancuzca y cruda a la boca.
–Vaya. Esto está buenísimo –dijo genuinamente sorprendido–, el… éste, el…
–Carpacio –respondió ella secamente, con su mirada inquisitorial y azul.
–Eso, –completó él, azorado– el… carpacio.
–¿Cuál dirías tú que es tu plato favorito? –ella forzó una sonrisa para acompañar el signo de cierre de interrogación.
–Uf. No lo sé. ¡Qué difícil! Me gusta muchísimo el shushi. Esto me recuerda al sushi. Pero, si tuviera que decidirme por algo, creo que diría que la cosa que más me gusta del mundo son las croquetas. Sí. Las croquetas del día anterior. Frías.
–Ja ja ja. Muy cierto. Una delicatessen. A mi me encantan también, aunque no tanto como la paella del día anterior.
       Esto había funcionado. Ella se había reído con la ocurrencia. Él había dicho algo espontáneo por primera vez en toda la noche y ella había bajado la guardia y se había reído.
Antes de eso, él ya se había inventado un par de viajes que no había hecho y había asegurado haber visto varias películas que no había visto en realidad, pero todo eso a ella –que, aún contando como buenas las trolas de él, había viajado más y había visto muchas más películas- no le había impresionado en absoluto.
Él, sin embargo, despreció su éxito con las croquetas frías y siguió fabulando acerca de un trabajo bastante más interesante del que tenía en realidad y bastante menos interesante, de todas formas, del que tenía ella. Ella era la dueña y gerente del hotel, del restaurante del hotel y del carpacio de pez-espada.
El estado de inseguridad rayana en la histeria de él lo estaba registrando ella como algo distinto a lo que en realidad era. Lo que ella captaba era, sobre todo, la cobertura de estúpida petulancia con la que él tapaba su complejo de inferioridad. Esa cobertura era lo que a él le había salvado hasta ahora. Los hombres inseguros no son nada, nada, atractivos, pero los idiotas petulantes por lo menos pueden servir para echar un polvo.
     Por supuesto, ella también tenía miedos y dudas. Pero, desde luego, no eran los de él. Él siempre tenía miedo a no estar a la altura y ella justo lo contrario: sabía que era inteligente y sabía que era atractiva y estaba obsesionada por rodearse de estímulos (eso eran los demás, en cuanto a parte del mundo sensible, estímulos) que no disonaran con su propia excelencia.
Durante toda su vida, todas las personas/estímulos que habían estado a su alrededor, empezando por su familia, le habían confirmado que ella era especial y que tenía unas cualidades excepcionales. Ella, ayudada del dinero y la seguridad en sí misma que le habían proporcionado esas personas/estímulos, supo siempre aprovecharlas.

***

¿Cómo habían llegado dos personas tan distintas, un inseguro patológico y una egomaniaca, a compartir mesa en el restaurante del hotel que gestionaba la última? La razón fue algo que había acontecido exactamente hacía una semana. Aquello se desarrolló en los siguientes términos:
-Sí. Sigue. Sigue. Sigue. Sigue. Ah. Sigue. Sigue. Sigue. Sigueeeeeee –ella alargó la ‘e’ del último sigue en un grito que adoptó la calidad de tres de las otras cuatro vocales antes de extinguirse en un estertor entre ronco y nasal.
-Mphhhhhhhhhhh (o algo semejante) –respondió él, mientras le estrujaba los glúteos y le daba empellones con sus caderas cada vez más fuertes.
-Joder. ¡Vas a hacer que me corra! Sigue así. Ahgh.
-Sí. Sí. Oh.
-¡Qué buenooo! Sí. Sigue. Sigue.
-Joder. Sí. Jodeeeer. Sí. Aaaaarghhh.
-Me corro. Me corroooooooooooooo.
-Yo tamb… aaaaaaaaaaaaaaaaaahién
-Oye –dijo ella al cabo de un buen rato de mirar ambos al techo mientras calmaban, poco a poco, sus agitadas respiraciones–, esto que nos acaba de pasar no es nada fácil. A mí, por lo menos, no me ha pasado nunca la primera vez que me he acostado con un tío. Al primer polvo, nunca.
-A mí tampoco. No. Es una cosa que me cuesta bastante al principio. Que creía que necesitaba más compenetración. No sé. Conocerse un poco más.
-Qué bien, ¿no?
-Er… sí –acertó a decir él instantes antes de que ella metiera la lengua en su boca y le rodeara con sus brazos, queriendo afirmar su posesión sobre ese hombre que le proporcionaba estímulos excelentes y simultáneos. Un hombre que la follaba como ella se merecía.
         Así fue como ella y él convinieron que no eran sólo dos adultos que habían consentido en pasar una velada de sexo casual a las poco más de dos horas de haberse conocido casualmente en la fiesta de un chiringuito de la playa, sino que eran dos adultos que tenían una conexión única y especial: dos adultos que tenían orgasmos simultáneos a la primera. A la primera, a la segunda y a la tercera.
         Él ahora recordaba ahora esa noche casi como un sueño. Aquella primera noche en una habitación de aquel mismo hotel había tenido ya la sensación de que no debería estar ahí. Que aquello era demasiado bueno para él. Que no se lo merecía. Quizá, por eso ahora le costaba recordar los detalles y aquello le venía a la cabeza como en un sueño.
Sin saber muy bien por qué, él había dejado de observar como ella se comía su vichyssoise. Sentía una repentina melancolía y miraba por uno de los ventanales del restaurante, hacia el horizonte impreciso que separaba el negro del cielo nocturno del negro del mar. ¡Qué negro estaba el mar! No le apetecía seguir inventando historias. ¡Que se currase ella algo! Era una lástima que sus cuerpos se entendieran tan bien y sus cerebros tan mal.
        Sus cuerpos encajaban a la perfección. Eran sus mentes las que no estaban a la altura. Estaba claro que a ella no le atraería nunca un simple vendedor de inmobiliaria que, ante la amenaza del desempleo, había consentido en trasladarse desde su ciudad natal al Mediterráneo. Pero tampoco le atraía demasiado el técnico del ministerio de Medio Ambiente, Rural y Marino que él había inventado para ella (ni la catalogación de las especies protegidas en el ámbito de las cercanas salinas en la que, supuestamente, trabajaba). Para ella, él tenía escrita la palabra fracaso en todas las partes de su cuerpo, menos en una.
¿Y a él? ¿Le gustaba realmente esa mujer narcisista e implacable? Sí. O eso creía. Quizá no. Con la gente tan insegura es difícil saber. Ella, sobre todo, le daba miedo y no sabría decir si ella le daba miedo porque le gustaba o le gustaba porque le daba miedo. Probablemente fuera lo segundo.
Él, al igual que ella, se sentía presionado por lo único que compartían: la capacidad de obtener orgasmos simultáneos y cuotas de placer erótico muy superiores a las que habían tenido con cualesquiera de sus otras parejas. Era una enorme responsabilidad aquello. El problema es que no sabían qué hacer con ella y además les desconcertaba que esa compatibilidad no se manifestase en ningún otro aspecto de sus formas de ser.
Los dos estaban pensando en cómo poner fin a la insatisfactoria cena, dejar de perder el tiempo y subir lo antes posible a la habitación para tener nuevos orgasmos simultáneos cuando el chillido de cristal de doce ventanales rompiéndose simultáneamente en miles de pedazos los empujó al suelo.
Las luces se apagaron y, antes de que tuvieran tiempo de levantarse, las negras aguas del Mediterráneo nocturno ya cubrían sus cuerpos. Por fin él pudo precisar donde estaba la línea del horizonte: estaba sobre ellos dos, el horizonte les estaba pasando por encima. Los dos fueron arrastrados hacia la cocina por la fuerza incomprensible de la ola del tsunami, junto con el resto de comensales y enseres del salón-comedor. Lo último que pensaron los dos, mientras sufrían el impacto de toda clase de objetos precipitándose a gran velocidad contra ellos a través del medio líquido y mientras sus pulmones se encharcaban, fue que los dos habían perdido la última hora de sus dos vidas con otra persona con la que no tenían nada que ver y que, en realidad, no les satisfacía para nada.
Los orgasmos simultáneos están sobrevalorados.

3 comentarios:

  1. Zas.
    En vista de lo acontecido, sólo puedo decir que me encanta la Vichyssoise.

    Y que estarán sobrevalorados, pero de vez en cuando no sobran.

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  2. en mis años de sexo, lamento decirte que solo un par de veces logré vivir el "orgasmo simultáneo"...en fin, es lo que hay...
    (ahora me apuro, no vaya a ser que me dejen colgada -como tantas veces-)

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  3. Es lo que hay. Los orgamos simultáneos, según mi experiencia, son igual de difíciles. Puede pasar que haya dos personas que físicamente sean especialmente compatibles, pero entonces sería ya demasiada suerte que además lo fueran psíquicamente. En todo caso, el sexo está sobrevalorado.

    Y lo demás, ni te cuento.

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