No hagas caso de mis palabras:
mis palabras no son yo.
No hagas caso de mis acciones:
mis acciones no son yo.
No me hagas caso
porque yo tampoco soy yo.
Mostrando entradas con la etiqueta musica. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta musica. Mostrar todas las entradas
lunes, 23 de agosto de 2010
miércoles, 18 de agosto de 2010
Ya estamos aquí
Nuestra pequeña contribución a la canción del verano...
Videoclip del tema de Proyecto Kostradamus 'Ya están aquí', perteneciente a nuestro último trabajo, un maxi-single homónimo que será en breve editado por WC Records.
Videoclip del tema de Proyecto Kostradamus 'Ya están aquí', perteneciente a nuestro último trabajo, un maxi-single homónimo que será en breve editado por WC Records.
domingo, 9 de mayo de 2010
Por fin he conseguido olvidarte, Eveline
Con este tercer relato pongo fin a mi trilogía de relatos sobre drogas, rock'n'roll y (a veces) sexo. Como en los dos anteriores, quiero aclarar que, si bien las descripciones del ambiente donde ocurre la historia y de los personajes secundarios son casi periodísticas y están basadas en experiencias personales recientes, los hechos centrales son absolutamente ficticios y no han ocurrido nunca. El uso de la primera persona es un recurso literario. Y el uso de experiencias personales propias (y pasadas) para construir personajes, también. (Un recurso literario propio de vagos como yo, de hecho). Como vais a pensar lo que os dé la gana de todos modos, no digo más... pero, bueno, estas cosas siempre conviene aclararlas.
Por fin he conseguido olvidarte, Eveline
Sergio López, 2010
Sergio López, 2010
El ViñaRock es una increíble fuente de riqueza para Villarrobledo. Vecinos y vendedores ambulantes hacen el agosto durante los tres días que dura el festival a base de vender a los asistentes aquellos productos y servicios que la organización no provee con una relación calidad-precio adecuada, como bebidas alcohólicas y comida, o aquellos que la misma no ofrece en absoluto, como higiene y droga.En lo que constituye un perfecto ejemplo de lo que es un mercado sin intervención estatal, un mercado libre, regido estrictamente por las leyes de la oferta y la demanda, hay en el ViñaRock unos cientoveintemil pies negros que te ofrecen comprar todo tipo de drogas como el que te ofrece comprar Lotería del Niño.–Chicos, ¿Farlopa, speed, marihuana...?–No gracias.En realidad, tenía razones suficientes para pillarme un buen colocón de lo que fuera, razones objetivas y fundadas, pero fui fuerte y me resistí... más o menos. Además, a saber que era aquella mierda.Quería –y sigo queriendo– matar unas cuantas de mis neuronas, infectadas con pensamientos nocivos y que amenazan con contagiar al resto... pero no creo que ésa sea la solución. ¿Y cuál es la solución? No lo sé. Me viene a la cabeza una viñeta de Carlös Areces en El Jueves en la que aparece un tío sin la parte superior de su cráneo, cual víctima de Anthony Hopkins en la segunda parte de El Silencio de los Corderos. Tiene en una mano una cuchara, y en la cuchara un trozo considerable de su propia masa encefálica. En la otra, sostiene el auricular de un teléfono, mientras dice:–Por fin he conseguido olvidarte, Eveline.En fin. Íbamos para el concierto de Mamá Ladilla. Hacía un sol de justicia y estábamos hablando de la posibilidad de domesticar a los pies negros para que realizasen tareas sencillas, a cambio de pequeñas sumas de droga de baja calidad. No sé: comprar el periódico o el pan, pasear al perro. El problema es que nuestras parejas, familias, compañeros de piso, etcétera no nos dejarían tener un pies negros en casa. Habría que ponerles una caseta. Aparte, seguro que se largaban con la pasta de los recados.–Chicos, ¿farlopa, speed, marihuana...? –nos preguntó uno de aquellos pies negros.–No –respondí yo.–No –respondió mi amigo Peña.–Mejor. ¡Toda para mí! –respondió el pies negros.–Muy bien, tío.A continuación nos paró otro tipo.–Perdonad, chavales, ¿sabéis donde dan paella? –era la hora de comer, es decir, las cuatro y media de la tarde, y en alguna parte daban raciones de paella a tres euros.–No, no sabemos.–Y... ¿no sabréis quien pasa speed?–Sí. Ahí atrás, un punki. Pero no sé si te va a vender a tí.–¿Por qué?–No, por nada.Y ese era el ambiente al inicio de la jornada concertística del sábado 1 de mayo. La totalidad de personas que nos agolpábamos en el control de entrada habíamos dormido unas tres horas y llevábamos borrachos desde mediodía. En Villarrobledo, partir de la salida del sol, la temperatura en las tiendas de campaña asciende a razón de diez grados centígrados por hora –¿es que nadie ha pensado en inventar un aire acondicionado para tiendas de campaña?–, así que sales a las diez de la mañana de la tienda en cuestión en un alarmante estado de deshidratación y la ingestión compulsiva de cerveza se convierte en una cuestión de supervivencia.–Joder, siempre que voy a un festival –dijo mi amigo Goro– veinte personas me preguntan si tengo speed o si sé dónde se puede conseguir.–Vaya, hombre –dije, por decir algo, porque tengo muy claro que si estuviera en una fiesta en la que también estuviese Goro, y yo no le conociera de nada, sería seguramente la primera persona a la que preguntaría si tiene speed. En el caso de que yo quisiera speed, claro.Nos pusimos en las primeras filas y empezamos a pegar botes con esa canción tan cojonuda que empieza diciendo "imagínate al papa en chándal". Al lado nuestro había un tipo de unos dos metros diez de altura y unos 38 años vestido con unas bermudas verde pistacho, un chaleco rosa y una camiseta en la que aparecía un fotomontaje en el que se le veía a él y a otros tres tipos travestidos, acompañados de una foto pegada de Chenoa. Encima de la composición se leía "El Azote de Chenoa".–¿Qué es esto del Azote de Chenoa? –le pregunté.–¡Mi grupooooooooooooooooo!!!! –contestó. Por algún motivo, me hablaba a gritos y miraba hacia mí como si yo estuviese en algún lejano lugar del monte en vez de treinta centímetros más abajo de su cara.–Joder... ¡Cómo mola! Y... ¿qué tipo de música hacéis?–¡Puuuuuunk!!!!!!!!!–¿Y qué tipo de punk?–¡Radicaaaaaaaaaaaaaaal!!!!!!!!!!!!!!!!!–Ah.–¡Hay que ser radicaaaaaaaaaal!!!!!!!!!!!!! –aclaró.Ahí está, pensé. Un tipo con certezas.–Tío, ¿te mola nuestro amigo? –preguntó uno de los individuos que estaba con él–, te lo regalamos.–Estábamos dispuestos a pagaros hasta cuarenta euros.–Te he dicho que te lo regalamos –insistió. El resto de personas que acompañaban al chaval de dos metros diez empezaban a alejarse y el aludido parecía más que decidido a quedarse con nosotros.–Veinte euros es mi última oferta.–Que te lo regalamos, tronco, te digo.–Entonces, no hay trato.Me lo estaba pasando de puta madre. Estaba saliendo todo genial. ¡Guau! ¡El Viña Rock! ¿Cómo es posible que no hayamos venido en siete años? Nos hemos vuelto unos modernos de mierda y nos estábamos perdiendo el mejor festival de España. Todo rock en castellano. Un cartel increíblemente parecido al del Viña Rock que habíamos visto hacía siete años. Nosotros no hemos madurado y Viña Rock tampoco. Y eso es perfecto. Yo me lo estoy pasando de putísima madre. Me lo estoy pasando tan bien que no recuerdo nada de lo sucedido el día anterior.Hasta que ella vuelve a aparecer. Otra vez.–Joder, tronco –dice Peña–. Lo tuyo con esa chica es todo un desafío contra la probabilidad estadística.Efectivamente. Es estadísticamente improbable, pero allí están, enfrente de nosotros otra vez: ella y el Puto Melenas. Encima ella me ha visto. Me saluda y viene hacia mí. ¿Pero es que no se ha dado cuenta de que no quiero verla? ¿No tiene la más mínima capacidad de empatía o qué? Y, ¿cuánta gente hay aquí? ¿80.000 personas? ¿Cómo es posible que la haya visto cinco veces en 24 horas?La primera vez pensé, simplemente, que sería mejor no verla durante lo que durase el ViñaRock.La segunda ve pensé que preferiría no verla durante una semana.La tercera vez pensé que sería mejor que dejásemos de considerarnos amigos por una temporada, porque la amistad es un sentimiento incompatible con los celos y la humillación, que era lo que en ese momento estaba sintiendo.La cuarta vez pensé que sería mejor que dejáramos de ser amigos y punto. Porque la amistad es incompatible con los celos, la humillación, la autocompasión, la inseguridad, el sentimiento de inferioridad, el miedo a la soledad, el arrepentimiento, las ganas de llorar, etcétera.La quinta vez pensé, simplemente, que no quería saber nada más de ella durante el resto de mi vida.Así que se lo dije:–No quiero saber nada más de ti durante el resto de mi vida.La primera vez que nos vimos, el día anterior, no fue casualidad; habíamos quedado en vernos, a una hora determinada en un punto determinado. Fui para allá y ella dijo que había venido con Lino –en adelante, el Puto Melenas–. En el momento que mencionó su nombre sentí como si me hubieran tirado un ladrillo a la cabeza.Lino. Ladrillazo.¡Ay! ¿Cómo? ¿A qué juega?, pensé, mientras me palpaba con la mano derecha un costado de la cabeza para ver si sangraba. Pero si ha sido ella la persona que más ha insistido para que yo viniera al Viña Rock... si… si no hubiera sido por ella, seguramente no habría ido… yo había pensado que… que ella… y yo… Lino… ¿Por qué no había mencionado su nombre hasta ahora? Mierda… Soy idiota, pensé. Soy un completo idiota.Pese a todo lo dolorosa que fue la brusca caída desde la puta Luna, que es donde estaba yo, en aquel momento lo que le habría dicho hubiera resultado bastante razonable: “preferiría no verte en lo que dure el festival”.Pero no dije nada. Me limité a musitar “bueno, me voy. Adiós” y a largarme sin más, justo cuando ella me iba a presentar al grupito con el que había venido. Eso a cualquiera le debería haber extrañado, pero ya he dicho que la empatía no es el fuerte de Claudia.La segunda vez que la vi, identifiqué también a Lino como el Puto Melenas que le metía mano. Por fin le puse cara; cosa que, la verdad, no me vino demasiado bien. Les vi cogerse de la mano y besarse; cosa por la que habría pagado 400 euros por no ver. Y tuve que tragar con que me lo presentara; algo que seguramente está recogido en la Convención de Ginebra en el capítulo de crímenes de lesa humanidad. Fui bastante desagradable con él, pero supongo que Claudia, de nuevo, no se dio cuenta de nada, o no quiso darse cuenta, y yo tampoco le dije nada. Si lo hubiera dicho, creo que habría sido algo bastante razonable. La segunda vez le habría dicho: "Creo que necesito un tiempo sin verte".La tercera: "Lo siento, creo que es mejor que dejemos de considerarnos amigos durante una temporada".La cuarta: "Lo siento, de verdad, creo que ya no podemos ser amigos".Pero no fue hasta la quinta vez que tuve los arrestos suficientes para asumir lo que me estaba pasando. Estaba enamorado de una chica que había elegido ya a otro.Si la probabilidad estadística no hubiese jugado conmigo de aquella manera, no habría dicho nada de nada y seguramente hoy estaría con ella tomándome un café y escuchando embobado alguna de las cosas altamente interesantes que ella siempre dice. Pero como la probabilidad estadística a veces es como es, pues yo dije lo que dije.La probabilidad estadística... Y quizá algo tuvo que ver también la acumulación de cerveza en mi organismo, el sol, y el hecho de que me apeteciera castigarla. Hacer algo malo, algo que le doliera. Me apetecía quedar como un gilipollas. Me apetecía que ella no entendiera que cojones estaba pasando y que perdiese esa sensación de control de la situación que emana de ella en todo momento. Había comprendido todo el daño que me había causado ella a lo largo del último año y me apetecía devolverle aunque fuera una mínima parte. Así que se lo dije:–No quiero saber nada más de ti durante el resto de mi vida.Ella me miró como si yo fuese un ser horrible. Se le descompuso la sonrisa que llevaba dibujada en el rostro. Se le descompuso el rostro. Me miró como si yo fuera un monstruo que acabara de aplastar entre sus garras algo hermoso y pequeño... no sé, un bebé de foca, o algo así. Me miró con cara de asombro y horror. Odié esa cara por lo que reflejaba. Es decir, me odié a mí mismo.–Pero, ¿qué dices? ¿Por qué dices eso, Róber? –preguntó.¿Por qué?, pensé. Porque, si tuviera una pizca de inteligencia emocional y autoestima, te habría dicho a tiempo que no podemos ser amigos, pero a estas alturas ya no queda otra…–Hay que ser radical.Y me largué a por otro litro de cerveza, dejándole con la palabra en la boca. No la volví a ver, ni en el Viña Rock, ni después. Bendita probabilidad estadística.Y me lo pasé realmente bien durante el resto del festival. Tan bien como me lo estaba pasando antes de la breve conversación que mantuve con ella, o incluso mejor, vaya. Joder, mucho mejor aún.Y llegué a pensar que lo había conseguido. Que, de golpe y por la mágica acción de trece palabras, lo había logrado. No me acordé de ella en los dos días siguientes. Por fin he conseguido olvidarte, Eveline, pensé.
viernes, 30 de abril de 2010
El mejor polvo de mi vida
Otro relato corto. Que quede claro que es todo ficción, eh. A disfrutarlo. (Revisado)
El mejor polvo de mi vidaSergio López, 2010
Villalar de los Comuneros, 22 de abril de 2010. El de aquella noche fue seguramente el mejor polvo que he echado en mi vida, desde los 18 que me estrené hasta los 24 que tengo ahora.
Habíamos llegado allí a eso de las ocho de la tarde. Éramos el grupo de los rezagados: las tiendas de campaña estaban montadas, la fiesta había empezado y el resto de nuestros amigos estaban ya medio borrachos, incluida Claudia, a quien el alcohol le proporcionaba cierto brillo acuoso tanto en sus ojos como en su voz, cosa que le hacía aún más irresistible.
Claudia y yo nos habíamos acostado anteriormente, pero sólo una vez, seis meses antes. Pese a que entonces sí me lo pudo parecer, aquel no fue el mejor polvo de mi vida. Fue la promesa de muchas otras cosas, o eso creía yo, pero, definitivamente, no fue el mejor polvo de mi vida.
El caso es que, desde entonces, ella se había convertido en una obsesión para mí. Deseaba con toda el alma que se repitiera aquello, pero ella no me daba ninguna señal de que pensara igual que yo y me trataba como siempre. Es decir, como antes. Es decir, como a un amigo entrañable. Es decir, como a uno de los que no follan.
Ni que decir tiene que eso hacía que la desease con todavía más ganas. Empecé yendo de frente, pero no funcionó. Creo que Claudia detectó automáticamente que yo buscaba en ella algo más o mucho más que un polvo y activó todas sus alarmas. Sí, ya sé que debería ser al revés, que los roles de chico y chica suelen ser justo los contrarios en este tipo de historias… pero que le vamos a hacer, tengo esta puta manía mía de complicarme la vida lo máximo posible con la gente más complicada con la que me voy topando.
En fin, el caso es que en aquel momento la única manera de que volviéramos a acostarnos, calculaba yo, pasaba por que se repitieran de manera pretendidamente casual los factores que condujeron a nuestra aventura de hacía medio año. Los tres días de convivencia, alcohol, drogas, poca higiene y peor alimentación que teníamos por delante en Villalar de los Comuneros parecían brindar una oportunidad de oro para lograrlo.
–¿Qué tal? ¿Cómo habéis venido? –me preguntó Lino, al tiempo que me pasaba una hermosa “ele”.
–Bien. En primera
–¿Cómo ‘en primera’? ¿Es que habéis venido en tren?
–No. En primera velocidad. A Julián se le ha roto una pieza del coche que yo no sabía ni que existía y hemos venido la mitad de camino a paso de tortuga.
Casi no nos oíamos, porque la tienda estaba demasiado cerca del escenario donde un esforzado grupo de cincuentones interpretaba unos espantosos cantos regionales. Mientras, le daba unas caladas al porro y el resto de mis sentidos se acostumbraban al polvo, al olor a panceta y a los vistosos colores de las diversas carpas de partidos de izquierda extraparlamentaria y sindicatos agrarios. Se celebraba el día de Castilla, que conmemora la derrota del bando comunero frente al emperador Carlos I y la campa de Villalar ofrecía una imagen a medio camino entre unas fiestas de pueblo y un macrofestival de rock.
La zona de acampada era una especie de hacinado campo de refugiados donde se apiñaban unas 20.000 personas en 8.000 tiendas Quechua, fáciles de montar, pero imposibles de plegar de la manera conveniente, a no ser que seas un montañero vasco con varios sietemiles a tus espaldas. Los datos de afluencia son estimaciones de la Guardia Civil, cuerpo que tuvo ocasión de contarnos uno por uno a todos los asistentes mientras nos registraban en busca de droga y armas.
No sé si hubo armas, pero el caso es que la droga, fuera como fuera, había conseguido burlar el cerco y parte de ella se hallaba ahora encima de un CD de Banda Bassotti y pegada a mi DNI. Lino sacó un billete de veinte euros y lo enrolló. Él se metió el primer tiro, después fue Claudia y luego yo. Estaba siendo una noche perfecta y lo mejor es que quedaba mucha. Mucha noche y mucha droga. Habíamos visto a una banda de pop en el escenario principal, a otra de ska en la carpa de CNT y habíamos plantado cara al derroche de actitud punki y pésimo sonido que unos tales Proyecto Kostradamus habían ofrecido en la carpa de Resaka Castellana. Habíamos hablado con un pueblerino borracho que aseguraba haberse comunicado con Buenaventura Durruti haciendo la ouija y con un gitano que quería vendernos polvo de talco. Para entonces yo ya me había ventilado mis dos buenos cachis de cerveza y había vertido otro (de manera intencionada) sobre la cabeza de mi amigo Pope mientras bailábamos pogo.
Salimos los tres de la tienda de campaña y, armados de la repentina y falsa lucidez que nos daba la sustancia que acabábamos de esnifar, continuamos una conversación a medias sobre los supuestos en los que está justificada la violencia, en relación con la acción política. Los argumentos de nuestros amigos que no consumían cocaína parecían bastante más débiles. Era como si nuestras mentes pudieran inflar a hostias a las suyas, aunque ellos seis sumasen el doble de cerebros que nosotros.
De repente, alguien me había pasado un porro –quizá para suavizar mis puntos de vista y mi vehemencia a la hora de exponerlos– y estábamos hablando en un aparte sólo Lino, Marta, una de las mejores amigas de Claudia, y yo. Y –¡horror!– estábamos hablando sobre sentimientos.
–Pues claro que se te nota. Un montón. Se te cae la baba –me estaba contestando Marta.
–Amigo, no hay que ser tan evidente, –aconsejaba Lino.
–Pero… ¿Tanto se nota?
–Que sí, pesado.
–Mira, Alberto, –Lino seguía con tono de sentar cátedra– yo lo que veo es que estás metiendo demasiado en una sola apuesta y no parece que estés obteniendo ningún resultado. Estás jugando fuerte, apostando alto, un montón de fichas, pero no tienes buenas cartas. O bueno, igual sí; igual tienes un póker, que no está mal, pero igual hay otra persona que tiene escalera real, así que tú lo tienes muy difícil.
Fui a hacer la pregunta obvia, pero me él interrumpió.
–Que a mí me parece perfecto que juegues fuerte y apuestes alto. Siempre y cuando juegues para divertirte. Pero no parece que este tonteo que te traes con Claudia te esté divirtiendo. Más bien te está destrozando la autoestima. ¿O no? Ella no va a cortar con la situación porque a todos nos gusta que nos suban el ego y, además, Claudia es un poco cabrona y le gusta especialmente que le bailen el agua. Mi briconsejo es que te intentes olvidar de ella.
–Pues yo no pienso así –saltó Marta.
–¿No?
–No. Yo creo que si Claudia te gusta de verdad, si de verdad lo tienes claro y estás enamorado de ella, debería darte igual todo eso.
–¿Tú crees?
–Sí. Claro que sí. Lo que tienes que hacer es ir con seguridad y sinceridad. Sobre todo con seguridad. Tienes que creer en ti. Alberto, eres un tío de puta madre. Eres un tío interesante, con un trabajo interesante, con inquietudes. Eres guapo. El problema es que no te lo crees. Tienes que creértelo. Pensar en que tienes mucho que ofrecer y que… ostias, que si acabáis juntos la que sale ganando es Claudia más que tú.
–Vale, si yo me lo creo…
–Eso por un lado. Por otro, tienes que ir sin miedo. En eso estoy algo de acuerdo con Lino: si quieres jugar tienes que asumir el riesgo a perder. Tienes miedo a que te haga daño y eso te está bloqueando.
–Yo no tengo miedo a que me hagan daño. A lo único que tengo miedo es a perder el tiempo y a las enfermedades venéreas.
Fui a por otro cachi de cerveza. Tenía que pensar. La camarera no me debió ver muy animado, porque decidió darme dos, por el mismo precio.
Por el mismo precio, tenía dos cervezas y dos consejos de dos amigos que se contradecían entre sí.
Lino estaba en lo cierto cuando decía que esto estaba afectando a mi seguridad y mi autoestima. Al principio, antes de que nos liáramos, parecía que Claudia y yo teníamos mucha química. Después habíamos seguido teniéndola, pero, poco a poco, esa misma química se había ido convirtiendo en veneno; en algo que me asfixiaba y me paralizaba las neuronas cuando ella estaba cerca y que sólo se contrarrestaba con otras sustancias químicas.
Lo que más me cabreaba de lo que sentía por Claudia, lo que me parecá más injusto, era la asimetría. Yo llevaba seis meses comiéndome la cabeza por ella cada día y a cada momento, mientras ella seguramente había días en los que ni se acordaba que yo existía. A veces me sentía como un jugador de un equipo filial que, por circunstancias, había jugado un partido con el primer equipo en primera división y después había vuelto a las categorías inferiores, sin pena ni gloria. Él soñaba con una continuidad en la división de oro, pero allí ya nadie se acordaba de él.
Pero entonces conseguí alejar de mí ese pensamiento. ¡Qué demonios! Marta tenía razón cuando decía que yo me merecía a Claudia. Claudia es guapa y listísima; pero también tiene muchos defectos. Más que yo. El problema era que sus defectos también me atraían. Creo que eso debe ser amor. Cuando también te gustan los defectos de alguien.
Así que me cargué de valor y empecé a andar decididamente hacia el sitio donde había visto charlando hacía un rato a Claudia con el resto de nuestros amigos, justo a la izquierda de la entrada de la carpa, donde se podía conversar y, a la vez, escuchar la música jamaicana que pinchaba un skinhead tocado con un sombrero negro. Casi no había hablado en toda la noche con ella. La otra vez, todo comenzó con una charla entre los dos que fue poco a poco haciéndose más íntima.
Llevaba preparados ya varios guiones mentales de conversaciones. La preguntaría por el tema del voluntariado. Sí. Yo también quería ser voluntario. Podía preguntarle por su trabajo como enfermera en el hospital… o mejor no, porque estábamos en Villalar para desconectar. Eso es: el tema sería ese: cosas que podemos hacer para desconectarnos de nuestra cotidiana mediocridad.
No la vi. No estaban ni ella ni Lino.
Dirigí la mirada a un punto cualquiera al azar, entre la multitud que bailaba bajo el voladizo de la carpa de al lado. Estaban justo allí, los dos. Abrazados. Besándose.
Me quedé bebiéndome la cerveza sin decir gran cosa. Luego alguien me ofreció MDMA y me pareció estupendo.
En un momento dado, a eso de las seis, me puse a andar yo solo hacia nuestras tiendas de campaña. No sabía donde estaban el resto de nuestros amigos ni me importaba lo más mínimo. Me daba todo igual. Cuando llegué pude escuchar perfectamente a Claudia gimiendo y a Lino jadeando, así que me di media vuelta y me puse a andar sin rumbo por entre la acampada.
Tropecé con los vientos de un par de tiendas, creo que medio derribé otra que estaba imprudentemente colocada tapando el paso y choqué con dos personas que me increparon de muy malas formas. Al final, me quedé apoyado en un tronco. Se intuía el alba, pero aún no había casi ninguna visibilidad.
Entonces escuché una voz.
–Hola.
Había una voz, pero no se veía a nadie. Me puse a mirar hacia todas partes.
–Hola -repitió la voz.
Seguía sin ver a nadie.
–Aquí abajo.
Había una pequeña tienda de campaña Quechua de color indiscernible. La voz salía de ahí.
–Agáchate –era una chica. Tenía una voz aguda, pero áspera y nasal. El timbre de voz de alguien que ha estado llorando un buen rato.
Me agaché.
–Eres guapo –me dijo.
–¿Cómo lo sabes, si estás dentro de la tienda de campaña?
–Hay un agujero.
En uno de los laterales de la tienda, justo al lado de donde estaba yo, la lona tenía un enganchón de unos diez centímetros. Ella podía verme por allí, pero yo a ella no.
–¿Cómo te llamas? –dije, por decir algo.
–Nada de nombres.
Inopinadamente, ella sacó su brazo por allí y me enganchó del paquete. Me acercó hasta que me quedé pegado a la lona de la tienda. El boquete estaba justo a la altura. Me desabrochó el pantalón, me sacó la polla y se puso a chupar.
No sé quien tomo el control de la situación en aquel momento, si fue la farlopa, el “eme”, mi subconsciente o todos juntos, pero el caso es que no hice el menor esfuerzo para evitar aquello. Era una sensación bastante extraña tener metido el pene dentro de un sitio y no saber que es lo que iban a hacer con él… pero me dejé llevar. Ella seguía chupando y yo pasé de preocuparme por la integridad de mi miembro a estar cachondo como no lo había estado nunca en toda mi vida.
En un momento dado, ella se retiró. Por un momento volví a sentir la sensación de inquietud –¿y si me pega un tajo?–. Regresó al cabo de un momento para ponerme un preservativo.
Muy bien. Estábamos doblemente protegidos. Lo que no tapaba el látex lo tapaba la lona. Ni enfermedades de transmisión sexual, ni enfermedades en el resto del cuerpo. Ni enfermedades en la cabeza. A través de la tela, podía sentir la forma de sus caderas, sus nalgas y poco más.
La penetré. Ella estaba agachada y yo, levemente vencido sobre la tienda, agarrándome al mismo pino donde también estaban enganchados parte de los cabos de la tienda. Era una posición un tanto incómoda, pero los dos empezamos a movernos de forma sorprendente sincronizada, teniendo en cuenta el pedo que llevaba yo y el que ella, seguramente, también llevaba.
No sé cuanto pudo durar aquello. Empezaba a clarear y yo empezaba a ser perfectamente visible para el resto de borrachos que andaban por entre las tiendas de campaña. La sensación de riesgo era fortísima. Tenía miedo al ridículo, miedo a ser visto haciendo algo tan jodidamente extraño como follarme a una mujer a través del costurón de una tienda de campaña. Pero en vez de bloquearme, aquello me excitaba cada vez más. Perdía la cabeza y me dejaba llevar… pero cuando estaba a punto de llegar pensaba en todos los que me podían estar viendo hacer aquello y me reiniciaba. Era dulcemente agónico.
Me dejé caer totalmente sobre la tienda y ella cayó de hijadas al suelo. Ahora, bajo mi peso, podía sentir buena parte de su cuerpo a través de la lona de la tienda abatida: su espalda, su cintura, su cuello. Era fibrosa, más o menos de mi misma estatura. Yo daba empellones cada vez más fuertes y ella gritaba cada vez más. Gritaba de verdad. Si alguien de los alrededores no se había dado cuenta hasta el momento de qué estaba sucediendo, debió percatarse entonces.
Y llegó. Me corrí, larga y deliciosamente.
Después reparé en las miradas desencajadas de varios borrachos cayendo sobre mí y me largué corriendo de allí, sintiéndome realmente extraño. Me metí en mi tienda de campaña y dormí como un bendito hasta las dos de la tarde, a pesar del calor.
Estuve el resto de días en Villalar de los Comuneros esquivando las miradas de aquellos que me reconocían como el tipo que se folló a una mujer a través del costurón de una tienda de campaña (algunos, después, abrirían varios hilos en foros de Internet, comentando la jugada) y buscándola a ella entre cada una de las chicas delgadas y de mi altura con las que me cruzaba. Podía ser cualquiera de ellas. Quizá incluso la vi. Quizá fue una de ellas en concreto, con pelo caoba, pecas y ojos grises, que me aguantó la mirada durante dos o tres segundos, sonrió y luego siguió andando con un cachi de kalimotxo en la mano en dirección decididamente contraria a la mía.
Pero nunca lo sabré.
El caso es que ese ha sido, hasta ahora, el mejor polvo de mi vida.
domingo, 18 de abril de 2010
La droga
Un relato corto...
LA DROGA
Sergio López.- 2010
Cuando era pequeño vi una campaña publicitaria en la que un actor acababa diciendo que la droga se había llevado a sus mejores amigos. Recuerdo que me parecía un anuncio melodramáticamente exagerado, pero ahora puedo asegurar que estas cosas pasan. A mí me sucedió hace cuatro noches en la Sala Peldaño. De alguna forma, se puede decir que la droga se llevó a mis cinco mejores amigos. Pero no fue de la forma que ustedes seguramente imaginan y, además, el hecho de que pasara aquello es, sin duda, positivo para el conjunto de la humanidad.
Nada hacía suponer que algo así podía suceder en el momento que sucedió y de la manera en que sucedió. Como todavía ningún pijo estaba vertiendo ningún cubata encima de ningún skinhead y nadie se había acercado todavía demasiado a la novia de ningún rapero, la noche transcurría de lo más tranquila. Hacía dos horas que había terminado la actuación de varios grupos punks, entre ellos mis amigos de Homicidio a Domicilio y en aquel momento el dj nos deleitaba a todos con una sesión de tecno taladrante.
No había muchas opciones más para seguir la fiesta, toda vez que el resto de los garitos de la ciudad cierra a las tres. El grueso de los asistentes al concierto permanecíamos, por tanto, en aquella sala, que se encontraba llena hasta la bandera de una concurrencia inusualmente variopinta. Bailaban juntos punks, skins, mods, raperos, pijos, bakalas y adictos a la cultura de club –que son algo así como la evolución cultural y genética de los bakalas–. Si bien no todos compartíamos afición por el género musical que atronaba el recinto, al menos sí estábamos unidos por el común apego a ciertas sustancias que los dos o tres dealers que pululaban por la sala despachaban a toda velocidad entre la parroquia.
–¿Qué es lo que van a pinchar? –recuerdo que me preguntó mi amigo Moreto, cuando los conciertos terminaron. A Moreto le gusta el rock sinfónico y el heavy metal clásico y no estaba muy seguro de si quedarse en aquel lugar. Yo le convencí para que lo hiciera.
–Creo que suena como una especie de mezcla entre música y obra –respondí.
–¿Cómo ‘obra’? ¿Obra de teatro? ¿Ópera?
–No, no. De obra en tu casa.
–Oíd, vamos a pillar pitxu –interrumpió Johnson, guitarrista de los Homicidio–. ¿Queréis vosotros?
–De puta madre. Sí –dijo Moreto.
–Yo paso –contesté–. Cada vez que me meto speed, el espacio-tiempo se comprime. Salgo del baño y después alguien abre una puerta y ya es mediodía. Y entre medias no ha pasado nada.
–Como quieras.
Johnson, con su cresta y su cazadora de cuero ajada, se fue en busca del camello y nosotros nos acodamos en la barra, apurando unos tragos de algo que la camarera nos había servido sin mucho entusiasmo cuando le pedimos sendos Ballantines con Cocacola y que sabía de forma completamente diferente al Ballantines con Cocacola.
–Oye, mirad este speed –nos dijo al cabo de un rato Johnson, mostrándonos a escondidas la bolsita–. Es como raro.
–Tiene un color raro –contesté–. Parece como fluorescente. Pero podría ser cosa de la luz negra.
–¿La qué?
–Los tubos fluorescentes pintados de color morado que tienen puestos en el techo –le explicó Moreto–. No te rayes, es por eso.
–Estupendo, porque, con lo que nos ha cobrado el hijo de puta, me lo pensaba meter igual. Treinta pavos por esta mierda de bolsa. Pitxu a precio de farlopa. ¡Hay que joderse!
Teniendo en cuenta el tipo de poderes que proporcionaba aquel polvo, fuera lo que fuera, se podría considerar muy poco dinero.
Una hora después, aquellos de mis amigos que habían decidido comprar speed –y que resultaron ser todos menos yo– fueron a visitar los servicios de la discoteca. Pese a que yo no había pagado por la droga, Johnson y Emma insistieron una vez más en que les acompañase. Yo rechacé.
–¿Seguro que no quieres? Tienes cara de sueño…
–Tengo tanto sueño como un lemur hiperactivo –contesté, abriendo mucho los ojos y poniéndome a bailar de forma cómica, agachado y moviendo mucho los brazos.
Los cinco se fueron para los servicios y me quedé bailando al ritmo de la música-obra. Un solo de rotaflex se elevaba por encima de la base, que se asemejaba al golpeteo de un martillo manejado por un operario con un sentido del ritmo particularmente bueno. Yo me desplazaba rítmicamente intentando aproximarme poco a poco a una chica que bailaba delante de mí y cuyo movimiento de caderas perfectamente acompasado con el tempo de los martillazos resultaba ser de lo más agradable y sugerente.
En ese momento hubo una luz cegadora (y segadora). En principio pensé que se trataba de algún efecto especial y que era parte del espectáculo. Deseché esa idea cuando vi delante de mí los miembros amputados y sanguinolentos de varios bakalas. También había troncos, cabezas y todo tipo de vísceras. Creo que la mayor parte de las extremidades que cubrían la pista de baile pertenecían a bakalas porque en las superiores había abundancia de anillos de oro y las inferiores estaban cubiertas de un tejido chamuscado de colores brillantes que parecía tergal.
La música seguía sonando y justo en medio del maremágnum de vísceras y sangre que se extendía varios metros frente a mí estaba mi amigo Ricard con su inconfundible casaca, mirándome con cara de asombro y con los ojos tan abiertos como un lemur hiperactivo.
–Tío –llegó hasta mí sorteando cabezas y piernas de los desafortunados canis que acababan de perecer desmembrados por el rayo lumínico–, estaba mirando a la gente que estaba aquí hace un momento… pensando en el asco que me dan… o me daban… y, de repente, he visto una luz delante… y… y…
No pudo seguir. Sonó una fuerte explosión y todos nos echamos al suelo con las manos tapándonos las orejas.
Tardamos como medio minuto en levantarnos. La onda expansiva de la detonación había arrastrado por igual a personas, cosas y bakalas a ambos lados de un área que aparecía despejada por completo de gente y que recordaba al paso que abrió Moisés separando las aguas del Mar Rojo. En un extremo de ese pasillo había un amasijo formado por partes entremezcladas del dj y de su mesa de mezclas, pegadas en la pared de la sala, y en el otro estaba mi amiga Emma, con una cara que bien podía ser de sorpresa o de terror, según gustos.
–Yo sólo he gritado ‘¡Subidóóón!’ al mismo tiempo que el pincha decía ‘¡Arrrrriba!’ –se disculpó mi amiga, después de acercarse adonde estábamos Ricard y yo y antes de reparar en los cuerpos mutilados que se extendían frente a nosotros.
Entonces llegaron Johnson y Moreto, volando. Literalmente.
–¿Qué ha pasado aquí? –preguntó el segundo, antes de percatarse de que ninguno de los cuatro pies que sumaban entre él y Johnson tocaba el suelo.
La última del grupo en aparecer fue Helena. Llegó sin ser vista. No quiero decir que no la viésemos aproximarse porque estábamos todos demasiado ocupados tratando de buscar una explicación a la masacre, las explosiones de luz y de sonido y al hecho de que dos de mis amigos estuviesen volando. Digo que Helena llegó sin ser vista porque se volvió visible un buen rato después de haber llegado. Cuando todos empezamos a oír su voz sin poder verla nos asustamos bastante y gritamos; entonces ella fue consciente de su invisibilidad, pero todavía tardó unos cinco minutos en averiguar como aparecerse ante nuestros ojos.
Cada vez que mis amigos se metían alguna droga y yo no me unía a ellos, poniendo cualquier excusa divertida, pensaba que quizá me estaba perdiendo algo realmente bueno. Inmediatamente después recapacitaba sobre las contrapartidas, los efectos secundarios. Supongo que ser un superhéroe también tiene sus contrapartidas: tener que andar todo el día salvando al mundo de los villanos…
Después de la masacre de la Discoteca Peldaño –que el Gobierno y sus fuerzas represoras han atribuido a la acción de los separatistas vascos, para desviar la atención–, mis amigos, devastados por el sentimiento de culpa, han decidido consagrar sus vidas y sus poderes a proteger a la humanidad y a librarla de nuevas matanzas. Ahora se hacen llamar la Liga de los Cinco y se han construido una guarida en alguna zona polar deshabitada que no me han contado.
Me alegro por ellos, pero me jode que todo esto nos haya separado. También me jode que no hayan venido a rescatarme aún, aunque entiendo que estén molestos conmigo por haber desvelado su secreto ante las autoridades. ¿Cómo iba a saber yo que el Gobierno estaba en connivencia con las fuerzas del Mal? Después de los acontecimientos de la Sala Peldaño, cometí la imprudencia de contarle a un oficial de policía como había sucedido todo. Desde entonces me retienen en una institución psiquiátrica. Este texto es la única esperanza de que se conozca la verdadera historia.
¡El Mod Fotónico, la Skingirl Sónica, el Punky Volador, el Capitán Metal y la Pin–up Invisible velan por el mundo, en lucha titánica contra las fuerzas de la alianza corporativista entre el capitalismo destructor y sus gobiernos-títere! ¡Si tiene algún problema con las fuerzas represoras, en las calles, o con las pirañas empresariales, en su puesto de trabajo, no dude en llamarlos!
sábado, 30 de enero de 2010
En la oficina nadie sospecha nada
Etiquetado en Canciones Perdidas
A partir de la semana que entra, el título de este blog volverá a cobrar sentido enteramente. Para celebrarlo, desvelo de donde saqué el nombre.
La Canción se llama Muerte a los vivos y la banda es La Askerosa de tu Madre (sí, se llamaban así). Es una de las mejores canciones de la historia de la música en castellano y sólo está grabada una vez y de forma totalmente precaria: una sesión de ensayos de una banda que casi nadie conoce.
La Askerosa de tu Madre eran una banda punk murciana de mediados de los 90. Cuando tenían un buen puñado de canciones, todas ellas absolutamente cojonudas, y estaban a punto de entrar a grabarlas, uno de sus guitarristas, Maguila, se suicidó. Tardaron muchos años en reponerse de aquello, pero a principios de la pasada década decidieron volver al estudio de grabación para registrar el disco que tenían pendiente. Cuando el trabajo estaba ya muy avanzado, el cantante se dio a la fuga con su novia. No se ha vuelto a saber nada de él.
Sólo dejó una canción terminada, El que acecha en el umbral, una trepidante fábula lovercraftiana con compás y melodía psycho-punk que prometía mucho más a lo largo de ese disco que nunca llegó a grabarse.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)