miércoles, 21 de julio de 2010

Mi peor enemigo (2/3)






La segunda parte del relato 'Mi peor enemigo'. Como decía en un comentario, este relato lo escribí en enero y ya no me gusta demasiado, ni en fondo ni en forma, pero he pensado que estaría bien compartirlo y darle una segunda oportunidad.



Leer Mi peor enemigo (1/3)




 Mi peor enemigo (2/3)


Sergio López, 2010





III






No me quedé a ver como terminaba el programa. Salí corriendo y procurando agachar la cabeza para que nadie me viera. Pensé que se trataba de una alucinación, de una extraña pesadilla. Pensé que había muerto y que esta locura era el purgatorio. De hecho, lo sigo pensando, a veces.


De vuelta a mi barrio entré en un locutorio e hice una rápida consulta en Google con mi nombre y apellidos. Un solo clic de ratón y se desplegaron ante mí decenas de páginas que hablaban de mi vida. Es decir, de mi otra vida. Tanta información sorprendente que, incluso ahora mismo, dos meses después, me cuesta ordenarla. Empezaré por algo concreto: la música.


La música ha sido lo más importante de mi vida. Cuando yo era pequeño, destacaba en el dibujo. Seguí dibujando hasta el instituto: hacía cómics. Aventuras que tenían a mis amigos del barrio por protagonistas. En la Universidad lo dejé y me aficioné a la música. Me compré un bajo Fender Jaguar, y al cabo de dos o tres años monté Surrender, mi banda de rock. La banda en la que invertí la mayor parte de mi creatividad, que nunca llegó a nada y de la que, a la postre, me echaron. Ahora pienso que fue una pérdida de tiempo, de esfuerzo, de dinero y de salud.


Sobre todo de lo último.


Mi yo en esta dimensión nunca aprendió a tocar una nota y nunca dejó de dibujar. Cuando volvió de su segunda temporada larga en el extranjero, comenzó a trabajar en una prestigiosa compañía consultora. Luego, junto con unos socios, montó su propia empresa de servicios informáticos orientados a la Administración pública, con la que hizo bastante dinero. Pero nunca dejó la afición al dibujo. Y, de hecho, la notoriedad le vino cuando creó Cyberfreak.es. Se trataba de un sencillo blog en el que, a diario, colgaba sus cómics sobre asuntos que, en principio, debían interesar a los informáticos y a los muy aficionados a las nuevas tecnologías, pero que alcanzó un improbable éxito entre el común de los internautas y se situó en el Top 10 de los webs más influyentes en castellano en apenas un par de años.


En 2006, mi yo en este mundo decidió aprovechar el gran éxito de su cómic-blog, sus conocimientos profesionales sobre el sector informático y la gran cantidad de dinero que había acumulado para montar el portal de Internet Cyfr.es. Al cabo de unos tres años, como tú sabrás, Cyfr.es ya se había convertido en el principal sitio de entretenimiento en la web de toda España. Tiene descarga de vídeos, música, noticias... Realmente es un gran invento que no existe en mi dimensión, donde la función de Cyfr.es la cumplen, de manera parcial, Youtube, Spotify, iTunes o los portales de descarga P2P.


Y no sólo eso. Resulta que yo... él, quiero decir. Él no es sólo un hombre de negocios, sino que también es un personaje famoso. Se ha labrado un gran prestigio como comunicador, gracias a su sentido de humor y la agudeza con la que analiza las tendencias en el campo de las nuevas tecnologías, los gadgets y demás cosas que a mi siempre me han interesado al mismo nivel que me interesan la numismática o la cocina con Thermomix.


A mi otro yo le invitan a tertulias, en la tele y en la radio. Mi otro yo ha ido al programa de Buenafuente, ha salido en el Telediario en repetidas ocasiones y ha escrito alguna tribuna en El País, firmada como Javier Salamanca, director de Cyfr.es.


Es de locos.


Lo más curioso de todo es que, a pesar de separarse tanto y tan radicalmente nuestras vidas durante casi dos décadas, las dos vuelven a encontrarse en un punto. Sólo en un punto y, maldita sea, joder, mierda, tenía que ser justo ese punto:


Raquel.


Los dos conocimos a Raquel a los 29 años en una fiesta. Parece ser que los dos nos las ingeniamos para seducir o ser seducidos esa misma noche por esa misma persona. Raquel era, pensaba, la mujer de mis sueños. La mujer que siempre había deseado. Yo dejé a la que era entonces mi novia por Raquel; cosa que mi otro yo, que, por entonces no tenía pareja, no hizo.


La diferencia es que, a mí, Raquel me dejó al cabo de diez meses. Se cansó de mí. En aquel momento, el único de estabilidad en toda mi vida, trabajaba en la aburrida Agencia Expert y quizá el aburrimiento se me contagió. Raquel tenía un proyecto vital muy distinto del mío.


Durante mucho tiempo estuve culpándome a mi mismo por el hecho de que se marchara. Ella estaba constantemente en busca de nuevas experiencias y supongo que llegó un punto en el que yo no podía ofrecerle nada nuevo. Me engañaba con otros y yo, totalmente colgado por ella, hacía la vista gorda. Me terminó dejando un día antes de mi trigésimo cumpleaños. Aquello fue tremendamente humillante.


Me costó años convencerme de que yo no hice nada malo y empezar a culparla a ella en vez de a mí. De que yo no era un lastre del que ella necesitó desprenderse para poder volar más alto. Me costó Dios y ayuda forzarme a concluir que Raquel era una persona narcisista e insaciable, incapaz de tener un proyecto de vida en común con nadie ni de querer a nadie que no fuera a sí misma. Que bajo su belleza –sus ojos azules, sus labios finos, sus pómulos marcados– había algo feo y extraño. Que era una persona extraordinaria en muchos aspectos, pero no todos ellos necesariamente positivos.


Y resulta que mi otro yo sigue aún con ella, seis años después. Mi otro yo, en la cresta de la ola y felizmente casado con la mujer de mis sueños.






IV






Me he pasado tanto tiempo agobiado por el dinero que me cuesta trabajo asimilar lo fácil que me resulta conseguirlo aquí. Dinero por la cara, literalmente. A los pocos días de llegar, descubrí que sólo necesitaba entrar a cualquier banco en el que mi otro yo tuviera abierta una cuenta y retirar efectivo usando mi DNI que, pese a ser de otra dimensión, tiene los mismos siete números que el DNI del Javier Salamanca de este mundo.


Con el dinero, me alquilé un estudio en Lavapiés y me compré una Vespa negra, igual que la que tenía antes de que me la embargase el banco. También adopté un gato que se llama Schrödinger, en honor del físico austriaco Erwin Schrödinger. El gato de Schrödinger no está ni vivo ni muerto, sino ambas cosas a la vez: está vivo en una dimensión y muerto en la otra. Schrödinger pensaba que su gato era solo un gato teórico, inventado por él mismo para describir una paradoja de la física cuántica de la que se deriva la noción de los multiversos. Pero no, el gato de Schrödinger es un gato real: tiene cuatro meses, es de color canela, tiene un mechón de pelo blanco en la frente y ronronea de felicidad en cuanto le empiezo a acariciar la cabeza.


Tardé tiempo en descubrir lo de Raquel con mi otro yo. Las primeras semanas las pasé metido en mi nueva casa, leyendo libros sobre física cuántica que teorizaban sobre la posibilidad de universos alternativos e intentando comprender qué era lo que había ocurrido. Cuando me cansaba de no entender una línea de aquellos tomos, me ponía a indagar sobre el otro Javier Salamanca.


La información sobre la vida personal de mi otro yo no fue tan fácil de obtener como el dinero. Gracias a las felicitaciones de uno de sus amigos en los comentarios del blog Cyberfreak.es, me enteré que acababa de contraer matrimonio y que, debido a su apretada agenda, la pareja de recién casados tendría que retrasar su luna de miel un par de meses.


Esperé varios días hasta ver salir su Audi negro del garaje de las oficinas de Cyfr.es en el Paseo de la Castellana. Ese día lo seguí a una distancia prudente hacia su chalet con siete habitaciones y nueve cuartos de baño, situado en el Residencial Los Lagos, en Pozuelo de Alarcón.


Después de eso, todo fue mucho más sencillo. Ya conocía su dirección y sólo tenía que montar guardia en los alrededores de su casa y observar quien entraba y salía: personal de servicio y amigos particularmente pijos y repeinados. Ponía todas las precauciones para no ser visto por los vigilantes de seguridad, pese a que, al fin y al cabo, yo era el dueño de la casa.


Al cabo de varias noches, vi que el otro Javier Salamanca salía acompañado al jardín. No me lo podía creer: ahí estaba Raquel. Hacía cerca de cinco años que no la veía. A sus 32 años seguía igual de impresionante que cuando nos conocimos. El mismo pelo liso castaño con flequillo egipcio, los mismos ojos claros, la misma nariz respingona. La cintura y las piernas delgadas. Lo mejor y lo peor que me ha pasado en mi vida.


Creo que fue lo de Raquel con mi otro yo lo que terminó de desquiciarme del todo, en el caso que quepa una locura mayor que la de un perdedor que se despierta en otro mundo en el que habita su otro yo triunfador.


Juro que en ese momento se me pasó por la cabeza suicidarme otra vez. Lo deseché porque pensé que, si hacía eso, quizá me volvería a despertar en otra dimensión paralela aún peor, en la que mi otro yo sería premio Nobel o dictador de un Estado fascista, por ejemplo.






V






Lo único que tenemos en común el Javier Salamanca de esta dimensión y yo es la edad, el nombre, el DNI, la familia y el aspecto físico.


Vale. Dicho así parece que sí tenemos bastantes cosas en común. Pero no. Lo demás, lo fundamental, cambia. Él sacó mejores notas que yo en el instituto. Él salió con Katia, la guapa de la clase. Yo no –¿Cómo iba a salir yo con la guapa de la clase?–. Él fue por ciencias y yo por letras. Yo estudié Historia del Arte y él, Informática. Él se fue de beca Erasmus y yo no.


Antes de todo eso los dos cursamos nuestros estudios en el mismo colegio y en el mismo instituto y tuvimos los mismos amigos, aunque es posible que para entonces él ya hubiera tomado algunas decisiones vitales que le hicieron avanzar y aprender, mientras que yo ya me había equivocado en unas cuantas cosas.


Después de la Universidad mi yo de esta dimensión se va al extranjero otra vez, mientras que yo me quedo aquí y me pongo a trabajar en un museo. Al cabo de tres años, cuando me echan, me marcho a vivir al campo durante un año. No hice mucha vida social, así que, por lo menos, ahorré algo. Cuando regreso a la ciudad, en 2002, no consigo encontrar trabajo en Madrid –rechacé un trabajo estupendo en Mallorca para poder seguir con mi banda de música– y decido retomar mis estudios. Tuve la peregrina idea de matricularme en un máster de periodismo en el que me gasté todo el dinero. Un año más tarde, arranca mi carrera como periodista, que es tan poco llamativa como mi carrera de músico.


El único empleo decente que conseguí como redactor fue en una agencia de noticias en la que estuve más de tres años. Decidí largarme cuando me ofrecieron trabajar en un nuevo periódico, cuya línea editorial suscribía entonces punto por punto.


Me fui de la agencia renunciando a mi puesto y en el periódico, nunca me hicieron el contrato que me prometieron. Seguí trabajando como colaborador autónomo hasta que la editorial se arruinó al cabo de dos años y el diario dejó de publicarse. 


Entonces vino la crisis. No había dinero, no había amigos, no había pareja y cada vez había más droga. Asediado por las deudas, tuve que empezar a malvivir a base de negocios cutres y pagados en dinero negro. Algunos eran bastante turbios. No entraré en detalles, pero, antes de venir aquí, me enfrentaba a un juicio por estafar a la Seguridad Social y a otro por tenencia de sustancias estupefacientes. Me enteré de que Raquel salía desde hacía tiempo con otro hombre; alguien más brillante, guapo, sano y con más dinero que yo. Poco después, el resto de mi banda de música decidió expulsarme y perdí el último asidero que me quedaba. 





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