viernes, 30 de abril de 2010

El mejor polvo de mi vida

Otro relato corto. Que quede claro que es todo ficción, eh. A disfrutarlo. (Revisado)

El mejor polvo de mi vida
 Sergio López, 2010
Villalar de los Comuneros, 22 de abril de 2010. El de aquella noche fue seguramente el mejor polvo que he echado en mi vida, desde los 18 que me estrené hasta los 24 que tengo ahora.

Habíamos llegado allí a eso de las ocho de la tarde. Éramos el grupo de los rezagados: las tiendas de campaña estaban montadas, la fiesta había empezado y el resto de nuestros amigos estaban ya medio borrachos, incluida Claudia, a quien el alcohol le proporcionaba cierto brillo acuoso tanto en sus ojos como en su voz, cosa que le hacía aún más irresistible.
       Claudia y yo nos habíamos acostado anteriormente, pero sólo una vez, seis meses antes. Pese a que entonces sí me lo pudo parecer, aquel no fue el mejor polvo de mi vida. Fue la promesa de muchas otras cosas, o eso creía yo, pero, definitivamente, no fue el mejor polvo de mi vida.
       El caso es que, desde entonces, ella se había convertido en una obsesión para mí. Deseaba con toda el alma que se repitiera aquello, pero ella no me daba ninguna señal de que pensara igual que yo y me trataba como siempre. Es decir, como antes. Es decir, como a un amigo entrañable. Es decir, como a uno de los que no follan.
       Ni que decir tiene que eso hacía que la desease con todavía más ganas. Empecé yendo de frente, pero no funcionó. Creo que Claudia detectó automáticamente que yo buscaba en ella algo más o mucho más que un polvo y activó todas sus alarmas. Sí, ya sé que debería ser al revés, que los roles de chico y chica suelen ser justo los contrarios en este tipo de historias… pero que le vamos a hacer, tengo esta puta manía mía de complicarme la vida lo máximo posible con la gente más complicada con la que me voy topando.
       En fin, el caso es que en aquel momento la única manera de que volviéramos a acostarnos, calculaba yo, pasaba por que se repitieran de manera pretendidamente casual los factores que condujeron a nuestra aventura de hacía medio año. Los tres días de convivencia, alcohol, drogas, poca higiene y peor alimentación que teníamos por delante en Villalar de los Comuneros parecían brindar una oportunidad de oro para lograrlo.
       –¿Qué tal? ¿Cómo habéis venido? –me preguntó Lino, al tiempo que me pasaba una hermosa “ele”.
       –Bien. En primera
       –¿Cómo ‘en primera’? ¿Es que habéis venido en tren?
       –No. En primera velocidad. A Julián se le ha roto una pieza del coche que yo no sabía ni que existía y hemos venido la mitad de camino a paso de tortuga.
       Casi no nos oíamos, porque la tienda estaba demasiado cerca del escenario donde un esforzado grupo de cincuentones interpretaba unos espantosos cantos regionales. Mientras, le daba unas caladas al porro y el resto de mis sentidos se acostumbraban al polvo, al olor a panceta y a los vistosos colores de las diversas carpas de partidos de izquierda extraparlamentaria y sindicatos agrarios. Se celebraba el día de Castilla, que conmemora la derrota del bando comunero frente al emperador Carlos I y la campa de Villalar ofrecía una imagen a medio camino entre unas fiestas de pueblo y un macrofestival de rock.
       La zona de acampada era una especie de hacinado campo de refugiados donde se apiñaban unas 20.000 personas en 8.000 tiendas Quechua, fáciles de montar, pero imposibles de plegar de la manera conveniente, a no ser que seas un montañero vasco con varios sietemiles a tus espaldas. Los datos de afluencia son estimaciones de la Guardia Civil, cuerpo que tuvo ocasión de contarnos uno por uno a todos los asistentes mientras nos registraban en busca de droga y armas.

No sé si hubo armas, pero el caso es que la droga, fuera como fuera, había conseguido burlar el cerco y parte de ella se hallaba ahora encima de un CD de Banda Bassotti y pegada a mi DNI. Lino sacó un billete de veinte euros y lo enrolló. Él se metió el primer tiro, después fue Claudia y luego yo. Estaba siendo una noche perfecta y lo mejor es que quedaba mucha. Mucha noche y mucha droga. Habíamos visto a una banda de pop en el escenario principal, a otra de ska en la carpa de CNT y habíamos plantado cara al derroche de actitud punki y pésimo sonido que unos tales Proyecto Kostradamus habían ofrecido en la carpa de Resaka Castellana. Habíamos hablado con un pueblerino borracho que aseguraba haberse comunicado con Buenaventura Durruti haciendo la ouija y con un gitano que quería vendernos polvo de talco. Para entonces yo ya me había ventilado mis dos buenos cachis de cerveza y había vertido otro (de manera intencionada) sobre la cabeza de mi amigo Pope mientras bailábamos pogo.
       Salimos los tres de la tienda de campaña y, armados de la repentina y falsa lucidez que nos daba la sustancia que acabábamos de esnifar, continuamos una conversación a medias sobre los supuestos en los que está justificada la violencia, en relación con la acción política. Los argumentos de nuestros amigos que no consumían cocaína parecían bastante más débiles. Era como si nuestras mentes pudieran inflar a hostias a las suyas, aunque ellos seis sumasen el doble de cerebros que nosotros.

De repente, alguien me había pasado un porro –quizá para suavizar mis puntos de vista y mi vehemencia a la hora de exponerlos– y estábamos hablando en un aparte sólo Lino, Marta, una de las mejores amigas de Claudia, y yo. Y –¡horror!– estábamos hablando sobre sentimientos.
       –Pues claro que se te nota. Un montón. Se te cae la baba –me estaba contestando Marta.
       –Amigo, no hay que ser tan evidente, –aconsejaba Lino.
       –Pero… ¿Tanto se nota?
       –Que sí, pesado.
       –Mira, Alberto, –Lino seguía con tono de sentar cátedra– yo lo que veo es que estás metiendo demasiado en una sola apuesta y no parece que estés obteniendo ningún resultado. Estás jugando fuerte, apostando alto, un montón de fichas, pero no tienes buenas cartas. O bueno, igual sí; igual tienes un póker, que no está mal, pero igual hay otra persona que tiene escalera real, así que tú lo tienes muy difícil.
       Fui a hacer la pregunta obvia, pero me él interrumpió.
       –Que a mí me parece perfecto que juegues fuerte y apuestes alto. Siempre y cuando juegues para divertirte. Pero no parece que este tonteo que te traes con Claudia te esté divirtiendo. Más bien te está destrozando la autoestima. ¿O no? Ella no va a cortar con la situación porque a todos nos gusta que nos suban el ego y, además, Claudia es un poco cabrona y le gusta especialmente que le bailen el agua. Mi briconsejo es que te intentes olvidar de ella.
       –Pues yo no pienso así –saltó Marta.
       –¿No?
       –No. Yo creo que si Claudia te gusta de verdad, si de verdad lo tienes claro y estás enamorado de ella, debería darte igual todo eso.
       –¿Tú crees?
       –Sí. Claro que sí. Lo que tienes que hacer es ir con seguridad y sinceridad. Sobre todo con seguridad. Tienes que creer en ti. Alberto, eres un tío de puta madre. Eres un tío interesante, con un trabajo interesante, con inquietudes. Eres guapo. El problema es que no te lo crees. Tienes que creértelo. Pensar en que tienes mucho que ofrecer y que… ostias, que si acabáis juntos la que sale ganando es Claudia más que tú.
       –Vale, si yo me lo creo…
       –Eso por un lado. Por otro, tienes que ir sin miedo. En eso estoy algo de acuerdo con Lino: si quieres jugar tienes que asumir el riesgo a perder. Tienes miedo a que te haga daño y eso te está bloqueando.
       –Yo no tengo miedo a que me hagan daño. A lo único que tengo miedo es a perder el tiempo y a las enfermedades venéreas.

Fui a por otro cachi de cerveza. Tenía que pensar. La camarera no me debió ver muy animado, porque decidió darme dos, por el mismo precio.
       Por el mismo precio, tenía dos cervezas y dos consejos de dos amigos que se contradecían entre sí.
       Lino estaba en lo cierto cuando decía que esto estaba afectando a mi seguridad y mi autoestima. Al principio, antes de que nos liáramos, parecía que Claudia y yo teníamos mucha química. Después habíamos seguido teniéndola, pero, poco a poco, esa misma química se había ido convirtiendo en veneno; en algo que me asfixiaba y me paralizaba las neuronas cuando ella estaba cerca y que sólo se contrarrestaba con otras sustancias químicas.
       Lo que más me cabreaba de lo que sentía por Claudia, lo que me parecá más injusto, era la asimetría. Yo llevaba seis meses comiéndome la cabeza por ella cada día y a cada momento, mientras ella seguramente había días en los que ni se acordaba que yo existía. A veces me sentía como un jugador de un equipo filial que, por circunstancias, había jugado un partido con el primer equipo en primera división y después había vuelto a las categorías inferiores, sin pena ni gloria. Él soñaba con una continuidad en la división de oro, pero allí ya nadie se acordaba de él.
       Pero entonces conseguí alejar de mí ese pensamiento. ¡Qué demonios! Marta tenía razón cuando decía que yo me merecía a Claudia. Claudia es guapa y listísima; pero también tiene muchos defectos. Más que yo. El problema era que sus defectos también me atraían. Creo que eso debe ser amor. Cuando también te gustan los defectos de alguien.

Así que me cargué de valor y empecé a andar decididamente hacia el sitio donde había visto charlando hacía un rato a Claudia con el resto de nuestros amigos, justo a la izquierda de la entrada de la carpa, donde se podía conversar y, a la vez, escuchar la música jamaicana que pinchaba un skinhead tocado con un sombrero negro. Casi no había hablado en toda la noche con ella. La otra vez, todo comenzó con una charla entre los dos que fue poco a poco haciéndose más íntima.
       Llevaba preparados ya varios guiones mentales de conversaciones. La preguntaría por el tema del voluntariado. Sí. Yo también quería ser voluntario. Podía preguntarle por su trabajo como enfermera en el hospital… o mejor no, porque estábamos en Villalar para desconectar. Eso es: el tema sería ese: cosas que podemos hacer para desconectarnos de nuestra cotidiana mediocridad.
       No la vi. No estaban ni ella ni Lino.
       Dirigí la mirada a un punto cualquiera al azar, entre la multitud que bailaba bajo el voladizo de la carpa de al lado. Estaban justo allí, los dos. Abrazados. Besándose.
       Me quedé bebiéndome la cerveza sin decir gran cosa. Luego alguien me ofreció MDMA y me pareció estupendo.

En un momento dado, a eso de las seis, me puse a andar yo solo hacia nuestras tiendas de campaña. No sabía donde estaban el resto de nuestros amigos ni me importaba lo más mínimo. Me daba todo igual. Cuando llegué pude escuchar perfectamente a Claudia gimiendo y a Lino jadeando, así que me di media vuelta y me puse a andar sin rumbo por entre la acampada.
       Tropecé con los vientos de un par de tiendas, creo que medio derribé otra que estaba imprudentemente colocada tapando el paso y choqué con dos personas que me increparon de muy malas formas. Al final, me quedé apoyado en un tronco. Se intuía el alba, pero aún no había casi ninguna visibilidad.
       Entonces escuché una voz.
       –Hola.
       Había una voz, pero no se veía a nadie. Me puse a mirar hacia todas partes.
       –Hola -repitió la voz.
       Seguía sin ver a nadie.
       –Aquí abajo.
       Había una pequeña tienda de campaña Quechua de color indiscernible. La voz salía de ahí.
       –Agáchate –era una chica. Tenía una voz aguda, pero áspera y nasal. El timbre de voz de alguien que ha estado llorando un buen rato.
       Me agaché.
       –Eres guapo –me dijo.
       –¿Cómo lo sabes, si estás dentro de la tienda de campaña?
       –Hay un agujero.
       En uno de los laterales de la tienda, justo al lado de donde estaba yo, la lona tenía un enganchón de unos diez centímetros. Ella podía verme por allí, pero yo a ella no.
       –¿Cómo te llamas? –dije, por decir algo.
       –Nada de nombres.
       Inopinadamente, ella sacó su brazo por allí y me enganchó del paquete. Me acercó hasta que me quedé pegado a la lona de la tienda. El boquete estaba justo a la altura. Me desabrochó el pantalón, me sacó la polla y se puso a chupar.

No sé quien tomo el control de la situación en aquel momento, si fue la farlopa, el “eme”, mi subconsciente o todos juntos, pero el caso es que no hice el menor esfuerzo para evitar aquello. Era una sensación bastante extraña tener metido el pene dentro de un sitio y no saber que es lo que iban a hacer con él… pero me dejé llevar. Ella seguía chupando y yo pasé de preocuparme por la integridad de mi miembro a estar cachondo como no lo había estado nunca en toda mi vida.
       En un momento dado, ella se retiró. Por un momento volví a sentir la sensación de inquietud –¿y si me pega un tajo?–. Regresó al cabo de un momento para ponerme un preservativo.
       Muy bien. Estábamos doblemente protegidos. Lo que no tapaba el látex lo tapaba la lona. Ni enfermedades de transmisión sexual, ni enfermedades en el resto del cuerpo. Ni enfermedades en la cabeza. A través de la tela, podía sentir la forma de sus caderas, sus nalgas y poco más.
       La penetré. Ella estaba agachada y yo, levemente vencido sobre la tienda, agarrándome al mismo pino donde también estaban enganchados parte de los cabos de la tienda. Era una posición un tanto incómoda, pero los dos empezamos a movernos de forma sorprendente sincronizada, teniendo en cuenta el pedo que llevaba yo y el que ella, seguramente, también llevaba.
       No sé cuanto pudo durar aquello. Empezaba a clarear y yo empezaba a ser perfectamente visible para el resto de borrachos que andaban por entre las tiendas de campaña. La sensación de riesgo era fortísima. Tenía miedo al ridículo, miedo a ser visto haciendo algo tan jodidamente extraño como follarme a una mujer a través del costurón de una tienda de campaña. Pero en vez de bloquearme, aquello me excitaba cada vez más. Perdía la cabeza y me dejaba llevar… pero cuando estaba a punto de llegar pensaba en todos los que me podían estar viendo hacer aquello y me reiniciaba. Era dulcemente agónico.
       Me dejé caer totalmente sobre la tienda y ella cayó de hijadas al suelo. Ahora, bajo mi peso, podía sentir buena parte de su cuerpo a través de la lona de la tienda abatida: su espalda, su cintura, su cuello. Era fibrosa, más o menos de mi misma estatura. Yo daba empellones cada vez más fuertes y ella gritaba cada vez más. Gritaba de verdad. Si alguien de los alrededores no se había dado cuenta hasta el momento de qué estaba sucediendo, debió percatarse entonces.

Y llegó. Me corrí, larga y deliciosamente.

Después reparé en las miradas desencajadas de varios borrachos cayendo sobre mí y me largué corriendo de allí, sintiéndome realmente extraño. Me metí en mi tienda de campaña y dormí como un bendito hasta las dos de la tarde, a pesar del calor.
       Estuve el resto de días en Villalar de los Comuneros esquivando las miradas de aquellos que me reconocían como el tipo que se folló a una mujer a través del costurón de una tienda de campaña (algunos, después, abrirían varios hilos en foros de Internet, comentando la jugada) y buscándola a ella entre cada una de las chicas delgadas y de mi altura con las que me cruzaba. Podía ser cualquiera de ellas. Quizá incluso la vi. Quizá fue una de ellas en concreto, con pelo caoba, pecas y ojos grises, que me aguantó la mirada durante dos o tres segundos, sonrió y luego siguió andando con un cachi de kalimotxo en la mano en dirección decididamente contraria a la mía.

Pero nunca lo sabré.

El caso es que ese ha sido, hasta ahora, el mejor polvo de mi vida.

2 comentarios:

  1. Guau! Jajaja, lo del sexo guarro siempre funciona, estupendo, me ha gustado mucho... sólo que la charla esa del simil con el poker hubiera quedado mejor con una tragaperras...;)

    Elisa.

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